Nada cuesta soñar

Con su vara de pescar y una maltrecha mochila con los anzuelos, las pesas, y las lombrices que sacó del fango, caminó hasta llegar al lugar donde cada día pasaba horas muertas tratando de atrapar algunos peces que le sirvieran de alimento para él y su hijo enfermo que había dejado en casa.

Allí, bajo un frondoso árbol, colocaba la más atractiva carnada antes de arrojar el cordel al agua. Mientras aguardaba la mordida de algún pez, pasaban las horas en espera inútil sin que el esfuerzo produjera satisfacción alguna.

Al caer la tarde, recogía sus aperos y regresaba a su choza, cansado, desalentado y con las manos vacías. Cuando abrió la puerta encontró al pequeño Isidro que tenía, como de costumbre, el hambre pintada en sus ojos.

-¿Picaron? –preguntó el niño con ansias.

-No, mi´jo. Pero quizás mañana tenga mejor suerte. –Contestó el padre mientras sacaba de la mochila unas guayabas silvestres que recogió en el camino, para compartirla con el pequeño. Luego se echaron a dormir para olvidar sus penas.

Durante la noche el hombre soñó que flotaba plácidamente sobre una nube de plumas pardas.

Desde que despertó recordó su sueño. Entonces tomó, resuelto, el viejo tirapiedras que colgaba de un clavo y salió convencido que a partir de ese día el hambre y la frustración serían cosas del pasado.