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Inicio / Cuenteros Locales / perogrullo / Once razones para estarse en casa.

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Primera.
…tampoco había demasiada consideración filosófica ni nada escrito al respecto, o poco. Qué hacía que aquella situación se pudiera medio superar con sólo elementos materiales. Había suficiente para alimentación y se disponía de los medios para no pasar frío en aquel invierno del 04-05. Lo restante era sólo confianza en uno mismo y la suerte suficiente para salir del paso. Salir del paso; bonita expresión. Me encontré en la casa que había sido de la infancia con algún bagaje filosófico como era el materialismo más radical según el cual era menester sólo elementos materiales para salir de la situación, y no como aditamento superfluo pues era firmemente mi opinión sustentada, sobre la base de que es el trabajo como medio único y exclusivo para la subsistencia siendo lo restante un adorno. Eso y no empinar el codo, que todo tiene su sitio en la memoria y hay espacio suficiente. Es más, paradójicamente, cuantos más recuerdos se borran con el alcohol menos lugar queda libre. Contrariamente a lo que puede parecer pues se borran archivos enteros llevándose también el archivador por medio. No había que desdeñar por tanto ninguna experiencia, pues, estábamos acaso locos- pregunto. Nos encontrábamos encerrados. No a las dos- preguntas. Sólo que llevábamos el cansancio del camino y era menester hacer una parida, digo una parada.
Aquella parada- parida nos vendría a restablecer, o nos restablecería- por mayor brevedad. No necesitábamos coartada, era sencilla y llanamente un alto en el camino. Con unos quince días que nos quitásemos de los del vaso en el morro tendríamos bastante. Había que acabar con todo aquel derroche escocés. Y con el orujo, con el vino de las comidas y la cerveza del aperitivo. Pero a los otros, que uno cumplía bastante satisfactoriamente con los preceptos coránicos. Era menester un descanso pero de los demás, de sus invectivas alcohólicas, y de la desbordante imaginación al calor de sus efluvios. Pensé: qué mejor que retirarse de la circulación; más que nada para darles un descanso hepático. De haber contado, no obstante, con información como ahora cuento hubiera seguido incidiendo en la realidad. Fundamentalmente y a efectos prácticos para mí, incidir en lo real es salir de casa. La permanencia la considero como una especie de muerte simbólica.
Pues bien, obedeciendo a no sé qué instinto, me hice el haraquiri simbólico no saliendo durante unos quince días de mi caverna- hostal. Pero todo eso cuando pensaba que el hombre era bueno por naturaleza. Y que de alguna manera mi escapada interior podía servir al buen fin del entendimiento y del esclarecimiento de la verdad. Cosa que lamentablemente no ocurrió.

Segunda.

Sólo me atrevía a transitar por aquellos parajes como Jonás en la ballena, dentro del automóvil, pues temía a los perros sueltos y también a los amos sueltos con un miedo cerval. Me había entrado esta especie de agorafobia justo después de abandonar el seminario. Tanto era así que uno tenía que acudir a rebuscados trucos. Caminaba dentro de la casa dando vueltas sobre un circuito que me había buscado y que venía facilitado por la disposición arquitectónica de la vivienda y, fuera, como dije, no ponía pie a tierra. Mi camino lo marcaba el miedo, aunque tenía la ventaja de que me impelía a devorar libros una y otra vez fagocitando aquellos conocimientos con lo que me estaban empezando a crecer músculos en el cerebro. Estaba desarrollando una potencia mental que a mí mismo me tenía asustado. Sin embargo, se ve, rebotaba contra los cristales de la ventanilla del automóvil revirtiendo solamente en su interior. Con lo que mi incidencia en el mundo se reducía a cero.

Tercera.

Sólo necesitaba una razón para permanecer dentro y me la acabas de dar, dijo el comunicante a una novia suya que le acababa de confesar por teléfono que estaba enamorada de otra persona. Y hacía ya más de veinte años desde que pronunciara aquellas palabras cuando quiso poner fin a su reclusión. Se podía haber permitido aquella excentricidad como la del estilita del desierto por tratarse de un rentista que le había venido así la vida. Aquel encierro había tenido trampa, sin embargo, pues la casa disponía de un amplio jardín rodeado de unos tupidos setos que sin embargo no impedían que se oyera el tráfago de la calle. Por otro lado, aunque no había atravesado el perímetro de la vivienda había recibido múltiples visitas y se había informado de los sucesos extra- muros a través de los periódicos, la radio y la televisión. Sin embargo, cuando fue a plantar el zapato en mitad de la calle, no pudo evitar que le asaltara una cierta sensación de vértigo.

Cuarta.

Si después de aquel concierto en Benidorm no dejo la guitarra a un lado y me centro única y exclusivamente en mi vida, posiblemente mi nombre, en lugar de en los afiches propagandísticos camparía en una losa sepulcral. No sé qué voz interior me puso sobre la pista pero me parece que fue en la penúltima canción después de la primera del bis. Habíamos entrado en el camerino a hacer el paripé de la despedida y por primera vez desde que empezamos con el grupo me metí una “raya” adicional. Hasta entonces esnifábamos antes de salir al escenario tanto por drogarnos como por seguir una especie de ritual. Y ahí la vi. Media “raya” desechada sobre el espejo en el que nos la servía el manager, que amén de llevar los asuntos económicos y contratación de las actuaciones se encargaba también del trabajo sucio de procurarnos cocaína. Eso sí, de primera calidad. Y no resistí el impulso de echarle mi narizota que vi reflejada en el espejo. Quizá esa visión fue la que me inspiró aquella solución pues justamente en el estribillo final( si me dejas yo me iré), me atravesó como un rayo el pensamiento de que si no dejaba al grupo, al menos durante un tiempo, acabaría como el enamorado de la canción.
Y aquí me tenéis, un mes entero sin salir de mi “Kelly”, completamente desintoxicado y fuerte como un león.

Quinta.

No sé exactamente el momento en que cuando me reclinaba a rezar a los pies del crucifijo de mi habitación- celda me empezaron a doler las rodillas. De ahí a desenamorarme del Cristo yacente, un paso, y a pensar que aquello era una antigualla lindante el espiritismo y la brujería, dos. Pero tampoco me veía yo en el mundo con mi maletilla bajo el brazo buscando un futuro y una ocupación en la capital ni quería acudir a Mansilla a dar trabajo a dos sobrinos que tenía que probablemente se habían olvidado de mí. Seguí bajo aquel parapeto protector obedeciendo y haciendo de mi vida entera una letanía.

Sexta.

Lo decía bien claro el papelorio: jubilado con el derecho al cien por cien de la prestación. Por edad, sesenta y cinco años y sin posibilidad alguna de revisión. Uno que no sabía hacer otra cosa que acudir todas las mañanas a la fábrica como cordero al matadero, sin más ocupación que el trabajo y una vez a la semana al centro comercial para la provisión semanal. La alternativa mejor, lo pensaba, era la de empezar ya a hacer compañía a mi estimada esposa que hacía este verano diez años que me dejara. Teníamos un hijo en Nueva York que llamaba para el aniversario de su madre y por Navidad. Nada más en el mundo: el centro comercial y aquella casa de noventa metros que a partir de entonces e empezó a hacer grande para uno. Y cuándo no pudiera valerme, me preguntaba. El hijo tampoco nadaba en la abundancia, me constaba, aunque nada hubiera dicho ni pidiera ayuda. Dónde iría; en qué oscuro rincón me almacenarían sentado sobre una silla en tránsito hacia la muerte. Y entonces me vino la idea. Vendería la casa y me iría al sur, hacia la luz, y, malo sería- pensé- no encontrar un acantilado por el que lanzarme cuando el corazón me dijera que el resto del camino ya no pudiera recibir dignamente el nombre de tal.

Séptima.

Justo el día anterior al del que tenía programada la venta bajaron cinco enteros mis acciones lo que a efectos prácticos significaba la ruina. Me entró tal desánimo que me encerré a cal y canto en el chalé que había adquirido en mis tiempos de esplendor cortando toda la comunicación con el exterior, materializado en el hecho de segar el cable del teléfono a modo de metáfora umbilical por la que quería lograr un aislamiento quizá definitivo, y cerré todas las persianas configurando la casa como una especie de acorazado blanquecino en mitad de un verde jardín. Tenía estudiado el iter de acontecimientos y bastantes reservas en la nevera y en el sótano como para poder asistir a ellos desde dentro. Las diligencias de embargo vendrían con el encargado del juzgado. Al no recibir el escrito, en un par de días o tres acudiría con la policía municipal. No imaginaba qué pudiera ocurrir después, aunque temía que la fuerza pública se hiciese acompañar de un cerrajero para abrir la puerta y saber de mi existencia. Sin embargo aguanté cuarenta y cinco días con sus noches enteros en mi claustro materno asimilado y allí no se oyó más que los nudillos contra la puerta de un amigo al que reconocí la voz. Podía haber ocurrido cualquier cosa en el exterior. Una hecatombe universal o quizá sólo nacional, un reguero de muerte por no se sabía qué efecto producido por un gas misterioso, una invasión marciana; qué sabía yo. Cuando por fin decidí hacerme presente descubrí que eran aprensiones mías. Me asaltó entonces la corazonada. Me hice rápidamente con la revista de negocios acostumbrada en el primer quiosco que encontré y la abrí ceremoniosamente por las hojas de información bursátil y ahí estaba la respuesta a todas mis preguntas, dado que las acciones en que había invertido todos mis ahorros habían vuelto a su cotización original.

Octava.

Me resultaba difícil, prácticamente imposible, subir con el carrito de la compra. Aquel quinto sin ascensor ya no era compatible con mis piernas y menos en labores mercantiles. Lo que había empezado siendo un deporte se había convertido en una especie de suplicio, cuando a Paco, que de joven había trabajado en la construcción, se le ocurrió la idea de tirar de polea y cuerda.
La operación no podía ser más sencilla. Le aguardaba con la compra sobre la acera y tocaba el telefonillo. Y ahí era propiamente cuando comenzaba las labores de acarreo e izada. Para darle más realismo, el inventor del procedimiento se colocaba un pañuelo sobre la cabeza con cuatro nudos e incluso, durante el buen tiempo, aparecía allá en lo alto con la camiseta de sport mientras yo veía bajar la capacha y el cordel. El resto es imaginable. Y así era que una subía las escaleras tan ligera. E incluso más tarde repetíamos la operación pero puestos de acuerdo con el chico de la furgoneta de reparto, con lo que no necesitaba siquiera bajar al supermercado al hacer los encargos vía telefónica. Pasábamos tan ricamente las semanas enteras sin otra preocupación que la de asegurarnos la fuerza motriz de la carrucha, que no eran sino los músculos de mi Paco, y así nos despachábamos la programación televisiva sin demasiadas interrupciones, lo que nos, por otra parte, había convertido en expertos.

Novena.

Cierto que no se discutía con los vecinos, qué duda cabe. Pero en los últimos tiempos aquella vida en mitad del monte había ido adquiriendo perfiles de reclusión. Al último vecino, y asistido por el oficial del juzgado de la cabecera de comarca y el cura párroco, hacía tres años que le ungieran con los santos óleos. La avaricia en un primer momento me había hecho pensar que iría uno a sacar ventaja al disfrutar de todo aquello con exclusividad y aunque cazaba con escopeta, pues Jacinto había muerto sin descendencia ni más familia que uno y más por lazos de amistad que por parentesco real- aunque lo había- no podía remediar echarlo en falta. Todo lo suyo había pasado a ser mío y al principio uno disfrutaba con aquellos cachivaches y, sobre todo, de la casa, más espaciosa, mejor orientada y con menos humedad que la mía. Pero, como dije al principio, aquel enorme espacio en lugar de ensanchar mis horizontes, la soledad los había hecho menguar. Ya no tenía uno que discutir, es cierto, pero echaban de menos aquellas trifulcas por un quítame allá esas pajas, generalmente, con el vecino. Estando a punto de perder la cabeza o embalar para largarme de allí apareció Eduardo, un nuevo vecino que venía nada más y nada menos que de Madrid.

Décima.

Llevaba ya varios meses rodeado de uniformes y pistolas tanto era así que empezaron a poblar mis sueños. Sí, no estaba sólo durante el día e incluso a veces me sustraía de mi condición de enterrado en vida jugando al póker con los agentes.
Lo que peor llevaba era la falta de esperanza en poder tener algún día una vida normalizada, si se me permite la expresión. Y también, por qué no decirlo, una sensación de chivato oficial que tampoco podía obviar muy alegremente. De vez en cuando aparecía un funcionario del juzgado que no se cansaba de elogiar mi actitud poniéndola como ejemplo de actitud cívica en la que, decía, “se tenía que reflejar la sociedad”. Pero no por ello uno dejaba de pensar que se había metido en un berenjenal. Faltaban tres meses para el juicio en el que, como testigo protegido, tenía que declarar. Después, contando con la condena de los encausados, por cuya acusación ostentaba la referida condición, vendría una segunda etapa de semi protección para pasar a una tercera ya en libertad total con una nueva identidad. Tal era la enjundia de mi misión.

Décimo primera.

Cuando divisé aquellas casas de piedra que exhalaban humo- al menos una de ellas- en mitad del frondoso bosque me dio el pálpito de que no moriría huyendo de inanición. No llevaba mal aspecto, no obstante me arreglé la compostura, ordené la mochila, me puse la cámara de fotos en bandolera, metiéndome en la piel de un excursionista al uso.
Y así llevo aquí diez años, cultivando el campo y cazando conejos con lazo al lado de mi nuevo amigo Gregorio. Tal ha sido nuestra conjunción que ha hecho olvidar mis pesadillas, pues he de reconocer que en los primeros tiempos me asaltaban toda suerte de dudas acerca de mi seguridad física. Y es que era mucho el monto de aquella deuda de juego cuya imposibilidad de pago me había hecho literalmente tirarme al monte.
Pese a la soledad de su vida es un hombre con total alcance de juicio, que diserta con fruición y conocimiento sobre los más varios asuntos. Únicamente me desconcierta cuando en algunas ocasiones y cada vez menos, he de reconocer, en lugar de Eduardo, que es como le he dicho que me llamo para proteger mi identidad, se refiere a mí como Jacinto.


Fin.



Texto agregado el 20-12-2013, y leído por 130 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
20-12-2013 ¡Pedro, yo diría que son once razones para irse de vacaciones! Me agradó leerte. ZEPOL
 
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