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Sandra era medio morocha y tenía las caderas de la forma de una botella de Coca- Cola: del mismo color y proporción que una botella de Coca-Cola llena. Contaba entre sus gracias, amén de su figura, un habla sosegada y suave que me infundía un efecto sedante. Parecía que exhalara algún tranquilizante por entre aquellas filas de dientes. Más tarde me contó que tenía ascendientes portugueses y que su entonación se debía a aquellos orígenes. Todo en ella eran armonía de movimientos acompasados con aquel silabeo en el que las eses adquirían matices “benzodiacepánicos”. También en contenido de sus palabras, en aquellos encuentros fugaces, distaban mucho de ser acres. Por si fuera poco, Sandra contaba con el don de la naturalidad. Muy pocas veces en aquel lecho, frecuentemente sabático- algún domingo se colaba de rondón- pude apreciar algo de crispación- tan usual entre quienes no tenemos ascendencia portuguesa- en ella. Sus ojos miraban francamente a los míos como imagino que sería su costumbre respecto de cualesquiera interlocutores que por razones varias frecuentara. Eran de un color verde que, a veces, por efecto de la iluminación o de quién sabe qué resortes internos parecían adquirir propiedades fosforescentes, con unas vetas más oscuras del mismo color, que le conferían cierto aspecto de ojos de gato.
Con el paso del tiempo, ella, no dudó en aparcarlos junto al paquete de tabaco sobre la mesilla de noche. Terminaron, con ello, la fosforescencia y los matices eléctricos.
- Anda… quítate los ojos- le decía por ver cómo se enfrascaba en la tarea de su transformación.
Ella , entonces, con sus mismas formas- afortunadamente éstas no eran de quita y pon- se transformaba.
Con la costumbre acabaron las reminiscencias luciferinas.

Debió ser por entonces cuando me contó la historia de Don Pablo Acosta do Gama que en su Galicia natal logró medrar en el mundo del comercio con las primeras lentillas de colores de que ella tenía constancia, al mutar unos ojos oscuros, pequeños y duros en otros más grandes- por lo que a tamaño de superficie coloreada se refiere- amables y celestiales.
- El color azul en los ojos y las buenas maneras se ve que apaciguan el coraje de las gentes… ¿No crees?
- …
- Cuando a la vejez se retiró los falsos ya tenía la bolsa lo suficientemente bien forrada como para no importarle la impresión que causaba su, bien es verdad, mirada un tanto cambista… ¿Cómo te diría sin mezclar en ello las razas?... Usuraria… una mirada del tres por cuatro anual.
- …
- En cierto modo fue él el padre de una idea que se ha acariciado siempre desde que el hombre no emplea la fuerza como primera argumentación en sus relaciones con los demás. Al menos en explotarla en un plano económico- afirmaba Sandra un tanto apriorística.

Don Pablo- pensaba yo- por ese hecho solamente merecía un puesto entre los astutos de todos los tiempos. Tampoco quería magnificar el invento, pero el entusiasmo con que Sandra contaba la historia se su paisano me contagiaba y me imaginaba- sumido en el delirio de estar entre sus sábanas- cómo el muy truhán había conseguido infundir la confianza, necesaria en los ámbitos mercantiles, en toda aquella clientela que se dejaba subyugar por un cúmulo de aseveraciones bien platicadas que unos ojos celestes acababan por confirmar.
Con sus naturales quizá le hubiese faltado algo de osadía. En el último momento su mirada dura hubiese contrariado a la potencial clientela y con ello se habría, probablemente, echado por tierra toda la expectativa en el buen fin del negocio. Emboscado, seguramente, hasta es posible que sus palabras adquirieran mejor resonancia.
-Hecho… Don Zacarías, todo de la mejor calidad, como es el gusto de su señora y costumbre de la casa.
Hasta me entretenía en figurarme su cubil, en adivinar un pelo blanco.
Si según la simbología de posguerra, Dios era un gran ojo escrutador enmarcado en un triángulo, por qué no imaginarlo azul- su fondo- como los cielos que, según todas las opiniones, constituían su morada. Don Pablo no había hecho sino enmarcarse de paisano entre aquellas gentes desconocidas. Ah, gran ahuyentador de meigas- me exasperaban mis propios pensamientos. Pero volvía a la calidez con que el cuerpo de Sandra me acogía en aquellas tardes, entreteniéndonos, cuando las palabras se mostraban remisas, en dar juego al amor. Mientras, el ronroneo esporádico de la vecina carretera, se ocupaba de recordarnos que la vida, fuera de los límites de la habitación alquilada, seguía incesante, ajena a que entre nosotros el amor menguase o se acrecentara, a que nuestra respiración consistiese en jadeos o en ronquidos, ajena, sobre todo, a nosotros mismos, a que dos personas se entregaran de vez en vez a romper la monotonía de los ciclos semanales con encuentros que pasaban a fuerza de su regularidad a encadenarnos en la rueda de los acontecimientos previstos.
-Sandra, sanar de la sarna, asonada…Motín de Sandra asombrada de la sombra de siembra en que yo consistía. El amor en los tiempos de la sarna. Sarna socia, desprecio por mí mismo contemplando cómo se iba la vida sin amor( me decía).

Texto agregado el 19-12-2013, y leído por 119 visitantes. (0 votos)


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