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No era la primera vez que mis tripas daban muestras de cobrar una existencia autónoma revelándose contra todo control. Pero sí la más manifiesta. Tuve que retroceder, como se dice, haciendo mutis por el foro, tras que la pedorrera me pusiera en evidencia. Afortunadamente, luego pude saber que aquélla había quedado amortiguada con la música del local a que en aquel instante accedía. Lo que no había quedado claro fue mi inopinado retroceso. Del propio esfuerzo de abrir las puertas batientes, mi esfínter había cedido. Descorriendo mis pasos, de la misma forma que acababa de aparecer, desaparecí. Ni era cosa de exhibirme en pantaloncillos con mancha tan manifiesta ni de dejar la oprobiosa huella sobre el enmoquetado del asiento de mi coche. Vigilante, abrí el portón trasero donde recordaba llevar un trapo, que deposité cuidadoso antes de hacer lo propio con mi embarrado trasero. Lo restante era, como también se dice, pan comido. En tal momento respiré tranquilo. A lo sumo sólo mi mujer sería sabedora de la peripecia. Pero la ambición, a menudo, nos ciega. No contento con haberme librado de la vergüenza general quise también preservar a mi mujer del conocimiento. Entonces me parecía hasta gracioso mi escamoteo del bar aquella calurosa tarde agosteña. Me las prometía felices sigiloso con los zapatos en la mano para no hacer ruido. Incluso había tomado la precaución de deslizarme con el vehículo parado por la cuesta que conducía a mi casa. Los chicos- me constaba- estaban fuera. La única que podría dar al traste con mi pretensión de inadvertencia de aquel marrón era la dueña de la casa. Tras inicial pesquisa advertí que ni tan siquiera aquélla tenía por qué conocer el desafortunado suceso. De la desesperación había pasado a la euforia en escasos diez minutos. Solamente el perro paraba por la casa. Mi secreto, en consecuencia, estaba a buen recaudo. Bastaba con borrar las huellas. Abrí la lavador e introduje el viejo trapo en el que algo había recalado, dejando los pantalones en el suelo por no pringar ningún mueble. Cuando me disponía a sacar de aquéllos la cartera, el perro, raudo, los sujetó con sus fauces recorriendo en un santiamén la cocina, desapareciendo ante mis ojos atónitos por la gatera. Lo perseguí con contumacia por el jardín hasta que me di cuenta de lo inopinado de mi vestimenta. Mientras el chucho se escamoteaba por debajo del seto medianero de los vecinos- de los que sólo sabía que tenían un Ford Escort amarillo. Cuando retrocedía, el clic de la puerta me puso sobre la pista de que me encontraba desnudo y que las llaves viajaban en el pantalón que asía el can. La situación empezaba a adquirir tintes melodramáticos. Fugazmente recordé que debajo del felpudo se encontraba la llave de la cochera y en ésta me refugié momentáneamente mientras pensaba algo mejor. Envuelto en una bolsa de plástico tenía un mono verde, con que hiciera mis pinitos de jardinería. Me lo enfundé no sin dar gracias al cielo por las artes del bricolaje. En un periquete había recobrado nuevamente mi dignidad. Envalentonado quizá por ello, advertí que con la escalera que allí tenía muy bien podía acceder por la ventana del baño del segundo piso, que siempre teníamos entornada, para posteriormente y tras proveerme de calzado escopetear al perro, donde quiera que se encontrara. Con la cartera había desaparecido mi identidad. Revolví entre los cajones por si al menos llevaba separado el permiso de conducir del carnet de identidad. De esta guisa fui sorprendido por las fuerzas del orden que al parecer habían sido alertadas por el vecino del Ford que desde su ventana me divisara escalando. Todo me incriminaba y como tras que pidieran que me identificara les narré la historia del perro no pudiendo sino llevarme a Comisaría. Allí, tras infructuosas pesquisas y como quiera que yo me aferrara a la historia verdadera que principiara con la infortunada excreción, se resolvió que de allí no salía hasta que no viniese alguien que diera de mí cuenta. |
Texto agregado el 19-12-2013, y leído por 97 visitantes. (0 votos)
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