Fulgencio Bautista, por aquel entonces, no sabía que estaba predestinado a morir. Sabía que se moría la gente pero que eso era una cosa de viejos que no le atañía demasiado. Los más avezados, sin embargo, ya conocían que aquel muchacho risueño que andaba en bicicleta ajeno a los problemas del mundo tenía bastantes boletos para llevarse el premio mayor. Que estaba destinado a brindar espectáculo.
El pueblo vivía, además de de sus buenos vinos y extensos trigales de especulaciones y pronósticos que se iban realizando como una máquina implacable. Pocas veces erraban los ancianos del lugar en aquellas predicciones. Según aquel espíritu colectivo aquel muchacho no habría de tener buen fin. Asistían a sus evoluciones con la convicción de que sólo un milagro podría interceder por él.
Y era que por mucho que Fulgencio se tuviera por uno más estaba equivocado en tal consideración. También podía ser que una generosa constitución operase el milagro referido. Que a veces el espíritu democrático del pueblo había indultado a más de un señalado por la providencia. La señora Prudencia estaba por tal labor. Al no haber tenido hijos el muchacho había despertado en ella instintos maternales y veía al chico con una profunda simpatía.
El pueblo amasado por la historia portentosa de su pasado había visto discurrir entre sus calles todos los arquetipos habidos y por haber, y de resultas de ello estaba escrito que Fulgencio Bautista no habría de llegar a mayor.
El chico, sin embargo, ajeno a tradiciones infalibles, veía el mundo como un lugar agradable con la convicción insobornable de que tenía sobre aquél derechos como el que más. Un lugar amable donde había gentes que como la vecina Prudencia sentían predilección por él.