Miro
Todas las mañanas antes de salir para la escuela me quedaba unos minutos viendo a mi papá dibujar. Creo que la primera vez que lo vi me sorprendí tanto de la cantidad de cosas que podía hacer con un lápiz que falté a clases. Creo. Y es probable que mamá se haya quedado viendo, totalmente emocionada, como yo descubría el arte de papá.
Nunca le pedí que me enseñara nada. De hecho, no recuerdo nunca haber hablado delante de él mientras mantenía un lápiz o pincel en la mano. Y no era que él me lo pedía, sino que a mí mismo me hubiera molestado que alguien hablara en esos momentos. Quería escuchar.
Era como si cantara. Todas las mañanas una melodía nueva pero igual de encantadora que todas las demás hacía que abriera los ojos, que me levantara de la cama, y que me apurara para llegar a su estudio. Y sin embargo, papá no cantaba. Pero yo escuchaba la melodía, una canción continua que me atraía paso a paso hacia las hojas de distintos tamaños que pasaban por debajo de su puño. Papá se quedaba horas, sin hablar, sin cantar (aunque cantando), dibujando y dibujando y yo mirando. Hasta que se hacía la hora de salir y yo salía, porque sabía que al día siguiente todo pasaría de nuevo, así era todas las mañanas.
En una cena papá me dijo que me había puesto mi nombre por el apellido de un pintor catalán que admiraba muchísimo, aunque él había decidido pintar cosas totalmente diferentes, y en esa misma cena pensé que entonces a mi hijo tendría que ponerle el nombre de mi papá, porque lo admiraba muchísimo. Y me quedé pensando en esto, mientras lo miraba, viendo como él se quedaba pensando en algo que supongo tendría que ver con la pintura.
Entonces me volvía a levantar con ansias todas las mañanas, y cualquiera hubiera pensado que me gustaba ir al colegio, y me acostaba rápido todas las noches, lo que podría haber dado a entender que estaba siempre muy cansado. Pero en realidad, y sólo yo y papá lo sabíamos, lo único que quería hacer era quedarme sentado por horas mirando su muñeca, ir y venir, sus dedos, cambiar de posición, su palma de la mano, apoyándose en el papel y arrastrándose, y su pincel, o su lápiz, como una continuación de su mano, como un sexto dedo perpendicular al resto, moviéndose con la misma gracia.
Mi habitación estaba repleta de sus dibujos: las cuatro paredes tenían colgadas decenas de obras producidas por papá, y cada tanto me gustaba sacarlas todas y reordenarlas, en distintos órdenes siguiendo distintos criterios, para luego llamarlo a papá y preguntarle si estaba de acuerdo. Y la mayoría de las veces no lo estaba, pero no me lo decía, y yo no cambiaba nada, porque ese conjunto de sus obras era mi propia obra, yo no le corregía las suyas, el tampoco las mías.
Una mañana como todas las otras desde hacía ya muchos años, me levanté de mi cama hipnotizado por una melodía acurrucadora, tranquilizante, que me hacía caminar con los ojos cerrados. Me cambié con la misma rutina de todos los días, organizada para optimizar el tiempo y perderme la menor cantidad posible de trazos. Pero cuando crucé el umbral de la puerta de mi habitación la música paró. Al principio no me di cuenta, o no quise darme cuenta, pensé que era un silencio musical y esperé a que volviera la siguiente nota. Pero cuando esta nunca apareció ahí sí me preocupé. Corrí hacia el estudio y me quedé parado frente a papá, que estaba sentado en el escritorio de siempre. Pero sin dibujar. Ni pintar, ni nada. Me le acerqué despacito, quizás fuera un poco más temprano que de costumbre y estaba buscando la inspiración, estaba pensando por dónde empezar, y yo simplemente nunca antes lo había encontrado así. Pero a los diez minutos papá todavía no había agarrado el lápiz, y veinte después se hizo la hora de ir a la escuela y terminé de confirmar mis sospechas. Papá había dejado de dibujar. Supe, en ese momento, que mis mañanas de expectación habían terminado para siempre, y yo también me senté a pensar. Con calma, porque de otra manera no se consigue nada, evalué la situación: papá ya no dibujaba; yo no podría mirarlo nunca más; no me levantaría todas las mañanas con ganas de levantarme, ya no; no tendría más obras para alimentar a mi obra; no tendría por qué irme a dormir en las noches; no podría mirarlo nunca más; papá ya no dibujaba. Y no supe cómo encontrarle una solución.
Las mañanas siguientes fueron un desastre, tal y como lo había pronosticado. Me levantaba a cualquier hora, porque no había más melodía que lo hiciera por mí, apenas sentía la necesidad de comer y no le veía el punto a cambiarme y salir para el colegio. Mamá no me daba explicaciones, y lo peor era que hacía como si nada hubiera cambiado. Yo sabía que ella sabía, pero nadie decía nada. Papá a veces intentaba, se sentaba en su escritorio, agarraba el lápiz o pincel y esperaba. Sus manos temblaban. No lo lograba. Si no, dormía, o aunque sea no aparecía en la cocina. Pero nunca, nunca dibujaba, ni mucho menos cantaba.
Pasaron entonces un par de semanas de desastre, y me levanté un día notando que la mañana no era igual a las anteriores. Estaban todos tristes, como si se les hubieran agotado las baterías de reserva. Y caminaban lento, si es que caminaban. Y hasta los electrodomésticos parecían necesitar motivación para funcionar. Y todo era gris. Mamá me vio aparecer en su cocina y me miró. La encontré recién terminada de llorar. Y me dijo.
- Necesitamos un poco de música por acá.
Y continuó cocinando.
Comprendí en ese momento que yo había estado siempre confundido. Los dibujos de papá no eran una cosa de nosotros dos y nada más. Las líneas y curvas de papá saltaban de sus hojas en forma de notas musicales que hipnotizaban a la vez que encantaban a todas las personas a su alrededor. Y mamá también lo escuchaba, y por eso dejaba que yo también lo disfrutara. Pero ahora esa música ya no circulaba por la casa, y ya nadie estaba hipnotizado ni mucho menos encantado. Y mi mamá me estaba diciendo que le hacía falta un poco de eso, me estaba pidiendo un poco de esa música.
“Pero yo no sé dibujar” pensé, y no me animé a decírselo, por lo que me limité a asentir. Y entre la tristeza por la ausencia de las melodías y el agrado de haber comprendido que ese era un problema que compartíamos entre los tres, me encontré con la necesidad de elegir qué hacer. “Yo no sé dibujar”
“Yo nunca le pedí que me enseñara”
“Nunca me enseñó”
“Es él el que dibuja, no yo”.
Y me senté en la silla que todo este tiempo había ocupado papá.
Trazo, línea, punto, trazo. Nada. Trazo, curva, punto, línea. Silencio. Curva, línea, trazo, trazo. Nota.
Y mi mano encontró la manera de imitar esos movimientos que por tantos años había visto hacer a otra, a su mano paterna, y el lápiz que por tantos años había sido prótesis de esa mano accedió a pegarse a la mía, fusionándose, funcionando se.
Mamá sonrió, papá me escuchó, yo dibujé. Sentado en esa misma silla, sosteniendo ese mismo lápiz, apoyando mi muñeca sobre esas mismas hojas: yo, mi papá, yo.
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