—¿Así que le interesa encargarse del suplemento?
—Así es, señor editor.
—¿Y usted cree que con un currículum escueto y esa cara de chinche es suficiente?
—Si escueto significa lo que yo creo… si, señor editor. ¿Lo de la cara es un halago?
—Mire… —carraspea Matías Grajales, el editor, agitando un ejemplar de la revista Epítome frente al rostro de Zacarías Brown— señor Brown, tome sus papeles y que le vaya bien. Es la tercera ocasión que le recibo a usted y no me canso de decirle que sus historias son basura. Se trata de escribir literatura. Nuestra revista llega a un público selecto de artistas, intelectuales y estudiosos de la lengua. No se atreva usted a insultar la inteligencia de nuestros lectores con sus articuloides de crítica literaria, ni con sus cuentos de churro que ni siquiera son cuentos... ¿Pero por qué me gasto mi tiempo dándole explicaciones, forofo fastidioso? Salga de mi oficina. Cierre por fuera. Te-teteté-chht-chht…
—Hombre, siquiera lea algo de lo que escribí. No sea tan así, señor editor.
—No me interesa publicar nada de alguien que escribe ficciones sin sentido. Además su cara chueca de sicópata no me inspira confianza —dice, y musita una plegaria a San Lombroso.
Zacarías ha puesto sobre el escritorio de Grajales una oxidada navaja de afeitar.
—Lea lo que dice ahí… ándele.
Grajales observa con desconcierto a su interlocutor, que, apostado en el sillón del otro lado del escritorio, comienza a comerse las uñas. Tiene las manos sucias. Lleva un traje azul desteñido que le queda muy corto. Grajales le observa. Busca alguna pista en su mirada torva, fija en un lapicero. De pronto Brown le parece más corpulento, más alto. Grajales comienza a temblar. Con el rabillo del ojo observa el bate de béisbol tras un librero, junto a la puerta. Se le antoja desmadrarlo de un chingadazo en su nuca güilotiforme.
—Léalo, cabrón señor editor —Brown habla en un tono casi amenazante. Su boca expele efluvios de chet y aguardiente. Con la navaja, comienza a raspar una esquina del escritorio.
Grajales desea protestar el allanamiento, pero se contiene. Ha menguado su tono prepotente. Se ha resecado su boca.
—Está bien. Leeré algo breve… a ver: “O me publicas o te corto el yasabesqué”…
—Ese no, señor cabrón editor, la verdad, ese cuento está un poco aburrido —Grajales luce descompuesto; Brown, impasible. Ahora usa la navaja para esculpir en un lápiz —el cuento que sigue, por favor.
—Esto es un atropello, burro insolente…
—Tranquilo editor señor cabrón… tranquilo —susurra Brown a Grajales. Luego lo prende por los testículos —esa frase no viene ahí… aunque me gusta para título.
—Está bien —conviene Grajales, recompone su cuello y se alisa el saco, refunfuñando — leamos el seudocuento siguiente: “Cada quien sus filias. A mí me excita hacer reír. Hacerte reír, es como penetrarte”… ¿Pero qué enfermo…? —Grajales no puede evitar una risotada.
—¿Y de qué se ríe, editor señor…
—Es usted un fantoche, Brown, ¿a quién diablos le excita hacer reír?... no mame… — ríe.
—A mí. El personaje central de ese cuento soy yo mero… y usted está riendo…
—¡Bah! Eso no es un cuento. Es una barrabasada que pudo escribirla cualquiera… —ríe de nuevo.
—¿Se da cuenta que cada que ríe para mí es como estarlo penetrando? — dice Brown al tiempo que dirige una mirada sucia a su interlocutor— ¿Le gusta?…
—Gusano infeliz ¿está loco? —risas nuevamente.
—Mmm… Sus insultos parecen de Caquita la del barro…
—Caquita… no mames, Brown —Grajales está rojo y se ahoga en risotadas.
—Pero qué rico se ríe, señor cabrón…
—¡Forofo fastidioso!... ¡Forofo! —una gran carcajada.
— Mmm… y ya que estamos en esto… ¿Entonces qué, me va a publicar?... Grrr…