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De chico fui sólo eso; chico, e imposible ser grande cuando tienes seis meses de edad y tus hermanos ya tienen años, sólo por eso son mayores. Claro que ellos también tuvieron seis meses en algún minuto y sólo uno se salvó de ser hermano menor. Pero a veces en el menor recaen virtudes o talentos, por ejemplo; de ser el que escribe por ellos. Un mérito triste cuando te dicen: Toñito, tú escribes bien; escribe algo para el funeral de la mamá. Ese talento que debía ser una ventaja, tiene cargas que el menor no debiera soportar.

Pero ser chico tiene sus ventajas, y ser el más chico muchas más. De pronto no sabes por qué te soportan y por qué te cuidan.

- ¿Me sigues?
- Ni modo, como dicen los mexicanos, si es tu cuento- Puedes pasar de narrador a personaje. La verdad te envidio por esa capacidad.
- ¿En serio me envidias? ¡Qué loco ah!

Bueno. Volviendo a eso de cuidarte cuando chico, debiera estar en la Convención de los Derechos del Niño una suerte de Convenio 169 de la OIT donde se le debe preguntar al niño si quiere ser cuidado, o hasta qué límites. "El niño, por su falta de madurez física y mental, necesita protección y cuidado especiales…” Pero resulta que cuando eres el menor te cuidan los hermanos mayores que siguen siendo niños, y nadie se compadece del destino del niño o niña cuidador. Mucho menos de aquel que cuidan. Usted dirá que es por cariño y protección porque eres indefenso. ¡Vamos! Si la Convención de los derechos de los niños obligan –bueno, digamos que sí- a los Estados partes, pero anda a explicarle a un padre o un hermano o hermana de tus derechos.

Sé que suena a queja, pero no lo es. Imposible quejarme a estas alturas –aclaro que dejé de ser chico. Es más, fui padre, y es curioso cómo cuestiono esos vínculos. Que para ser padre basta la botánica con sus yuyos y la biología con sus misterios. Ser padre (o madre, que imagino debe ser similar si mi ex no lee esto) tiene esa magia de pretender seguir siendo en otro.

- Hey. Si tus hijas te aman, pero no se te parecen. O sea me refiero a que son distintas.
- Gracias. De eso se trata. Si sé que les da vergüenza ciertas cosas. Pero las que no, son las mayores. Y fíjate que me gusta en lo que se parecen, una suerte de sutil apropiación.

No es fácil ser padre y más difícil es parecerse a los hijos
- No me digas que te salieron colorines.
- Ya poh, déjame este momento.
- Sorry. Pero es que era bueno el chiste. Okay.

Te prometo que me dan ganas de irme al final de lo que quiero decir, pero no puedo dejar nada atrás, y ya te dije que tengo el mérito de escribir. Ya lo ves, volví atrás, quiero tener el mérito de escribir. Pero si es que te puedo pedir algo, no te calles. Sé un semáforo o faro que me dice que…

- Okay. Póngame un Havana Club de ese niñito de 7 años, limón y hielo y te sigo como Felicio, El León de Natuba de la Guerra del Fin del mundo que siguió a Antônio Conselheiro.

- No quiero terminar como él, si lo mío es sólo escribir.
- Qué pena. Creo que me viene la joroba.
- Ya, te ganaste la joroba como el curco de Israel Bórquez

Yo quería hablar de la independencia, de poder ser lo que uno es, o quizás de tener la libertad de descubrir lo que uno es. No es tanto lo que pido. ¿Has visto a un niño abrir un paquete de papas fritas? Cómo se lo pasa de una mano a otra eligiendo cuál. Cómo muerde el paquete y se le cae la mitad de las malditas papas. Okay, okay. Ni se te asome un guión de diálogo que no es por las papas mi furia. Era sólo un ejemplo, ya sé que soy del tiempo de la baquelita y no del envase plástico pero de eso se trata lo que quiero decir, de dejar que el otro se equivoque.

- Ya te dije. Este es tú cuento, y el tilde de tú no es errado. Eres tú.
- Es que no sé qué o cómo decir.
- ¿Te parece bien que te guíes por el título?
- Gracias. Te quiero. ¿Lo sabes?
- Sí. Yo también pero me da sueño.

No sé desde cuando fui bueno para leer, una parte de mí dice que…
- Ya pues, no me cite ni convoque.

Perdón. Dicen que los niños tienen recuerdos desde cuando aprenden a hablar y comunicarse. Yo fui más tardío, mi memoria comienza con mi primer libro, y de ahí en adelante, pero te prometo o me prometo que no son memorias de bruma o náufragas. Puedo describir todo lo que leí y dónde lo leí. Puedo dar nombres y señas.

Eran tiempos de la UP y no había desaparecidos. Me fui con el rucio Cáceres al cerro Santa Lucía a hacer la cimarra. Esa fue la primera vez que estuve preso, porque no es que te pongan las esposas o grilletes, uno mismo se las pone frente al adulto que te pilla en falta. El Cáceres tenía más miedo que yo, que siendo hijo de paco, ya había recibido golpes de la autoridad. Nunca fue fácil decir que era hijo de. Yo tenía respeto pero no miedo. Cosas de esos años.
Y luego del escaso cautiverio en el cerro en una cueva con barrotes y llaves para asustarnos, el Cáceres se animó y me dijo: Chico, vamos al Edificio Santiago Centro y para allá partimos hasta llegar al semáforo. Aún hoy recuerdo ese par de culos. No. En ese tiempo culo era mala palabra. Un par de potos en pantalones de uniforme escolar. Recuerdo los potos y el diálogo:

- Hola. ¿A dónde van?
- Al Cortijo- Y el Cáceres me pega una mirada como diciendo Al cortejo
- Las acompañamos- dijo el rucio.

Y si me pudiera acordar del nombre del Cáceres podría volver atrás y decirle; huevón, dale tu nombre y tu teléfono. Nombre y teléfono que yo también tenía, pero además un hermano y dos hermanas mayores esperando llamadas.
Ellas eran como hermanas o se parecían. No, no tenían pechos ni rastro de pezones, pero yo seguía siendo chico y la verdad, no me calentaban sus potitos de niña, sólo sus ojos y sus misterios.

Arriba del bus Pegaso, fue el Rucio quien habló, pero digamos que “les” preguntamos sus nombres y donde estudiaban…y quizás ellas hicieron el mismo ejercicio que nosotros de con quién te vas. ¿Con el rucio o con el chico tímido? Me daba lo mismo.

Tiene sus ventajas eso de ser chico y sus desventajas. La desventaja mayor es que te acostumbraste a que alguien decidiera por ti. Como que todo te da lo mismo y nada es tuyo y propio. Y el Cáceres quizás era hijo mayor o único, que a esa hora de la tarde me obligó a bajar y seguirlas luego de que ellas tiraron el cordel del timbre.

A veces te obligan a bajar, no preguntan.

Estaba en tercero básico en el colegio Adela Edwards con la profesora Inés Pizarro
- ¡Vamos! Pensé que te habías quedado en El Cortijo.
- Sí, después de más de 40 años sigo en El Cortijo. Bueno, terminaré la idea, pero te advierto que esa pistola no dispara, es sólo por el placer de sentirla en la mano de nuevo y pensar si pudo ser distinta la historia… Si seré gil, si tú sabes la historia.

En ellas también existía un rucio, o una morena hermana mayor que decidiera, pues luego de que la seguimos por unos pasajes, una se devolvió y nos pidió amablemente que no las siguiéramos, que paráramos, que iban a un velorio de no sé quién. Una chiva digna de respetar y dar media vuelta. Pero seguimos. Entraron a una casa tipo Corvi, de las mismas que hay en mi población, pero no cerraron la puerta tras de sí. La puerta continuó abierta tal como estaba antes de que ellas entraran.

- Sí. Ahora sé que eso debió ser suficiente señal, pero de pendejo no sabía. Pensamos que era una invitación a entrar. Y fui el primero en hacerlo. No conocía a nadie de toda la gente que en penumbra velaban junto a un ataúd. Y a las niñas de potitos hechos a mano nunca más las vimos. Imposible.

- Fuiste bien weón.
- Fuimos. ¡No te hagas! Que ambos sabemos que no podemos echarle la culpa al Rucio Cáceres. Ahora… me dejas seguir con lo del colegio en mi tercero básico.
- Por supuesto. Sólo era para ayudarte a entender por qué eso de cuidarte y decidir por ti.

Adela Edwards no era un colegio, era una casa con un living comedor grande donde no había mesa ni sillas de comedor, ni sillones. Todo era una sala de clases con bancas (te acuerdas de esas donde la mesa y la silla estaban unidas) y una pared que tapada por un enorme pizarrón. Frente al pizarrón había cuatro filas de bancas. De izquierda a derecha la fila de primero básico, segundo y tercero. Luego cuarto donde sólo estaba mi hermano mayor.

Mi talento nunca fueron las matemáticas, o la aritmética de ese tiempo. Pero no es justo, incluso ateo diría: Por Dios que no lo es. Es injusto. ¿Por qué a un niño que no sabe abrocharse los zapatos, que se mea en la cama lo obligan a restar? ¿Qué más se debe restar?

Ese día iba a decirle a mi compañera Viviana que la amaba. Nunca antes había conocido a una Viviana, sólo escuchaba su nombre al pasar la lista. Me dejé llevar por sus labios carnosos cuando bajo el parrón de la casa-escuela compartíamos esas gordas uvas moradas. Era el único juego en ese verano y fin de año. Ella mordía los granos con sus dientecitos pequeños y escupía las semillas, o clavaba sus uñas en el grueso hollejo y así desnuda me mostraba y compartía las uvas prisioneras entre sus labios.

Quizás fue por los labios y la b que contienen, o por la Bardot que aparecía en la Revista Ecrán, que era igualita a la Viviana pero en rubio.

Lo de las matemáticas lo entiendo. Recién en la enseñanza media aprendí ese lenguaje, pero el otro, el con que uno se expresa lo manejaba desde antes de primero básico. Y no me vengas con que vulnero las reglas de un cuento, de que el narrador no puede ser tan omnisciente, ni circo pobre donde narra, dialoga y vende boletos.

- Yo no he dicho nada.

Cómo te dije. Ese día iba a declarar lo que sentía por ella. Y lo hice en el enorme pizarrón con un corazón que decía Toño y Bibiana se aman. La maestra lo vio y lo dejó en lo que entendí era una complicidad conmigo. Hasta que corrigió el error en público. VIVIANA y luego el borrador y esa maldita clase de matemáticas.

- Toñito. Salga adelante y haga estas restas- Y no hubo derecho a equivocarse ni otra evaluación –Toñito. Cámbiese de fila a la de 2°.

Es triste llegar a casa de la escuela y decirle a tu madre que no sólo no te fue bien, que no supe restar y me cambiaron a la fila de 2° básico. Como si ella no lo hubiera sabido y acordado con la maestra Inés Pizarro. Pero siempre he pensado que fue el corazón en la pizarra lo que precipitó mi caída y degradación.

De eso no dije nada cuando despedí a mi madre en su funeral. Agradecí todo lo que nos dio y cuidó cuando chicos, quizás demasiado, demasiado tiempo siendo chicos. Las matemáticas las aprendí y las fui olvidando con el tiempo, que ese sí sabe de restas. Lo que aún no olvido es a mi compañera de curso que al igual que yo dejamos la escuela ese año. Nadie con esos labios puede llamarse con una V tan minúscula.

Ella y sus labios siguen siendo Bibiana.

Texto agregado el 18-12-2013, y leído por 328 visitantes. (16 votos)


Lectores Opinan
05-04-2014 la posta! me pasó casi lo mismo con una profesora de inglés, la diferencia fué que ella me llamó para corregirme a solas y en mi corazón, solo estaba la frase "You is my love" jajaja ¡¡menos mal que me pescó antes de escribirlo!! vsusse
02-04-2014 leerte es muy bueno´ es como salir al recreo********* yosoyasi2
22-03-2014 Ojos de niño adulto! JA JA! A mi tampoco me gustan las matematicas! efelisa
19-02-2014 Un ejercicio complicado discutir con uno mismo mientras se escribe un texto, resuelto perfectamente. Rescato esta frase que me impactó mucho: 'Las matemáticas las aprendí y las fui olvidando con el tiempo, que ese sí sabe de restas.' walas
14-02-2014 Bien por el cuento, un dialogo consigo y con los recuerdos que nos llevan a vivir con ellos de nuevo. sendero
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