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La habitación es pequeña: apenas cabe un colchón sobre el suelo, un librero, un closet, una silla y un viejo escritorio de madera. En el escritorio, inclinado sobre su cuaderno, iluminado apenas por la tenue luz de una lámpara, el escritor escribe.

Amor mío:
Desde el día que te fuiste, decidí retirarme del mundo. Conseguí una habitación en una posada para solteros a la orilla del mar. Los vecinos aquí son silenciosos, en ocasiones he llegado a pensar que ni siquiera tengo vecinos, pero cuando bajo a la calle por la noche, a comprar la cena o un refresco en la tienda, veo la luz que se escapa de sus ventanas o por debajo de las puertas. Claro que hay alguien, digo en voz baja. Incluso en ocasiones me quedo de pie junto a alguna de las puertas, en silencio, poniendo atención a cualquier sonido -tal vez el tecleo de una computadora, tal vez el sonido de la radio- pero hasta ahora no he tenido éxito. Todo aquí es silencio. Llevo poco tiempo y hasta el momento no me he topado con nadie más que el casero. La vida aquí es tranquila y buena. Me duermo todas las noches escuchando el sonido de las olas a lo lejos.


El escritor se echa hacia atrás sobre el respaldo de la silla y respira profundo. Todas las noches, luego de volver del trabajo, luego de regresar de sus largas caminatas por la playa, se sienta frente a su escritorio, coge el cuaderno y su lápiz y escribe una carta más. Al principio lo hacía en hojas blancas, sueltas, pero pronto supo que eso sólo lo llevaría a perderlas, a no poder conservarlas en el orden en que quiere que sean leídas; cronológicamente. Además en ocasiones tiene hojas de un tamaño y en ocasiones hojas de otro tamaño, incluso de otro color. Eso no le gusta. No quiere que quien lea esas cartas se distraiga preguntando cosas sin sentido como ¿Por qué esta hoja es amarilla? ¿Por qué esta hoja tiene un dobles a la derecha y estas otras no? Al escritor sólo le interesa que pongan atención en sus palabras. Quiere que los días fluyan uno tras otro, como la corriente de un río. Y por eso decidió escribir sus cartas en un cuaderno. Porque de cualquier forma todas esas cartas tienen un mismo destinatario: la mujer que ama.
El escritor no sabe cuándo ella volverá. No sabe siquiera si alguna vez, tan sólo por casualidad siquiera, se verán de nuevo. No sabe tampoco si en algún momento, en el futuro, su teléfono sonará y será ella —Hola.
Le duele no poder entregarle esas cartas. Le duele que, aunque la viera en este momento y pusiera todo lo que ha escrito en sus manos, ella no podría llevarlas a su casa y leerlas con tranquilidad, recostada panza abajo sobre su cama. No puede porque no es una mujer libre.
—Hace mucho tiempo que me casé.
Recuerda esas palabras. Recuerda la habitación de hotel en donde las escuchó por primera vez. Recuerda el espejo en el techo y la imagen de ellos, desnudos, cansados, sudorosos, despeinados, reflejada en él. Y el momento en que comprendió su suerte, de recibir los favores de ella y que a pesar de todo lo que hiciera, de todo lo que escribiera, de todas las risas y las comidas en restaurantes, de todas las visitas al cine y de los cientos, miles de anécdotas, nunca podría llegar más lejos que al sitio donde ahora se encontraba. Sabía que lo de ellos tenía un límite, y él se encontraba justamente ahí.
Se inclina sobre su cuaderno y escribe

La otra tarde, caminando en la playa, de vuelta a casa, me topé con una mujer muy hermosa y su hijo. Pero no tienes nada que temer, amor mío, pues mis sentimientos y mi pluma son sólo tuyos. La mujer me hizo pensar en ti, es todo. Me hizo imaginar que por fin estábamos juntos, ahora sí para siempre, y que caminabas unos pasos por delante de mí. Vi los pies de esa mujer sumergirse en la arena, ser bañados por el mar, volver a aparecer después de que la espuma se echaba hacia atrás. Vi también los pies pequeños del niño. Te pensé una y otra vez y no pude evitar sentirme feliz y melancólico al mismo tiempo. Ojalá tenga la ocasión de hacer esa visión realidad.

Sale al balcón. Enciende un cigarrillo y mira el cielo, aunque en realidad no mira el cielo sino a alguna parte que nadie podría señalar con exactitud. Los escritores siempre están mirando hacia lugares que nadie conoce, caminando por sitios donde nadie ha caminado con anterioridad, caminando raro, mirando largo rato las grietas en la corteza de los árboles, respirando el aroma del asfalto fresco, recién colocado, bebiendo agua en vasos sucios, olvidan peinarse, en ocasiones olvidan comer, hasta se olvidan de respirar.
—Pero no te olvido. Nunca.
Fuma con calma, soltando el humo con lentitud, observando cómo sube hasta el cielo, suave, como un pañuelo de seda que resbala de la orilla de la luna. Lento. De la misma forma en que sueña serán las caricias de ella cuando vuelva.
Sueña también con el día en que por fin podrá entregarle todos esos cuadernos que ha llenado con el paso de los meses -que seguramente se volverán años-. Sueña con tenerla frente a él y extenderle todos esos cuadernos con portadas de colores y decirle —Los escribí para ti.

Texto agregado el 16-12-2013, y leído por 118 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
16-12-2013 Escribes muy bien. Un placer leerte. Agostina
 
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