Capítulo 2. Lito
El inmueble llevaba tiempo vacío, y es que no están los tiempos para plantearse un cambio de vivienda o la emancipación. Se alquilaba sin más equipamiento que los electrodomésticos básicos de la cocina, o al menos así se anunciaba en los carteles que empapelaban el periférico barrio. Eso es lo primero que hizo que Cornelio desconfiase de él cuando llegó hace dos días, con una mochila al hombro y una maleta tipo baúl más vieja que su dueño. Ni un camión de mudanzas, ni un coche lleno de muebles, ni cajas, ni nada. ¿Cómo piensa vivir sólo con lo puesto? Seguramente, bajo aquella apariencia fachosa, estaría podrido de dinero. Si, puede que sea uno de esos ricachones que ocultan su cómoda situación tratando de pasar desapercibidos… No, si realmente tuviera dinero, al menos compraría unas botas de cierta calidad. Tal vez… tal vez estuviese de enhorabuena y ese que más tarde sabría que se llamaba Lito sería un artista bohemio (todos saben que son algo desaliñados), y eso lo convertía en un cliente potencial. Lo único que Cornelio sabe es lo que ha aprendido en sus prolongados períodos de ociosidad: que puede obtener mucha información observando.
Siente cómo su nuevo vecino trastea en el piso superior. Las calidades del edificio no son especialmente buenas, y esto juega a favor del tendero, que puede escuchar cómo cierra la puerta del apartamento, dándole tiempo a dejar el plumero en el mostrador y acercar su nariz al escaparate. Le ve salir a la calle y mirar curiosamente a su alrededor. Como no puede adivinar qué anda buscando, se conforma con mirarle de los pies a la cabeza. Viste las mismas botas raídas que cuando llegó, unos pantalones color beige llenos de bolsillos que le recuerdan a los que usan los exploradores de las películas y una camiseta sin logo ni eslogan, tan amplia que parecía llevar puesta una tienda de campaña. Lleva una talega no demasiado grande colgada del hombro derecho, y Lito insiste en mantener su mano sujetando la correa sobre la que se apoya. Sea lo que sea, debe ser importante para él. En su mano izquierda lleva algo, no se ve muy bien qué es, aunque le recuerda a una caja de música antigua. Sin embargo, termina descartando esa idea, ¿para qué rayos iba a pasearse por ahí con semejante artilugio? No tiene sentido.
Por fin parece que toma un rumbo. Avanza unos metros, cruza la calle, se detiene frente a un muro, lo observa con detenimiento. Cornelio mira también, no sabe el qué, pero él mira, se concentra, busca,… Pero no ve más que el muro lleno de grietas que delimita el patio del colegio. ¿Acaso era uno de esos pervertidos que…? No, los niños están en clase, no hay ni un alma en el patio. Además, no mira hacia el interior, sino la pared de ladrillo. Ahora se va al edificio contiguo, ese al que le están restaurando la fachada, y vuelve a ensimismarse con la estructura, mientras el improvisado espía se plantea que no tiene pinta de albañil. No tiene esas manos curtidas y rudas para trabajar en la obra, ni un físico que le permita cargar con trabajos pesados. Le cuesta determinar su edad, ya que su gesto mezcla la ilusión y curiosidad de un chaval de veinte y la madurez de un hombre más adulto, por lo tanto deduce que se acerca a la treintena. Lleva unas extrañas gafas que más parecen mini catalejos sujetos a la cabeza con una cinta de cuero, y el pelo desordenado. Por Dios, ¿nadie le ha enseñado lo que es un peine? Definitivamente, ese tipo no es oficial de construcción ni arquitecto, y no ha venido a arreglar nada. Y tampoco parece la clase de persona que lo vaya a hacer rico, aunque nunca se sabe…
Lito gira la esquina, dando la espalda a la tienda, y se agacha cerca de una alcantarilla, pasando la mano por el suelo, sobre lo que parece una brecha en la acera. Busca algo en su mochila, parece agitado. ¿Qué puede haber ahí de su interés, una cucaracha? Está claro, su nuevo vecino está mal de la azotea.
|