Estoy en el campo de mi padre, de noche. La niebla humedece mis manos, me las refriego con tanta intensidad que me quemo, inconscientemente. Miro fijamente el horizonte, sin decir nada, a nadie, ni al árbol que soporta mi espalda.
Estoy ida, aunque estoy, realmente no lo estoy. Quizás mi cuerpo se aproxima al final, quizás no hay nada por el cuál vivir. Soy mortal, y voy a la deriva. Tiemblo, soportando memoria y desdichas, y todo esto me fatiga; mi vestido verde acaba de mancharse con una lágrima.
Pienso que haber corrido desde mi hogar, y haber llegado a este lugar, significan algo.
Vuelo. Es la hora de marcharme, siguiendo a la luciérnaga que llevo dentro, como me decía mi abuela.
He despertado del sueño profundo, al lado del árbol. Mi vestido verde sigue intacto, pero ya no tiemblo. Era el amanecer. Abro lentamente mis ojos porque el sol me molestaba con sus potentes rayos.
Luciérnaga, aún vives en mí. Esa luz en mi interior sigue intacta y no es en la noche cuando te necesito, estás en mi presente día. |