Corazón de piedra

Aunque Martín tenía fama de despistado, estaba convencido de que en esta ocasión todo sería diferente.

La conoció en el parque: joven, hermosa, de curvas pronunciadas. Se veía imponente con su cuerpo desnudo. “Es bella”, concluyó para sus adentros, “en ella todo es digno de admiración”.

Sin pensarlo dos veces, se le acercó e intentó entablar una conversación, sólo para sentir en carne propia su indiferencia y su desdén. “Siempre es así. Las mujeres no hablan con desconocidos: siempre piensan que son delincuentes”. Y se marchó.

Pasaron los días, y como no podía apartarla del pensamiento, tomó la decisión de volver a aquél lugar cuántas veces fueran necesarias, hasta encontrarla de nuevo.

La halló sin mayores problemas de la misma forma de la vez anterior y la abordó. “No sé si me recuerdas. Nos vimos la semana pasada; te hablé y no me hiciste caso. ¿Podemos ser amigos?”

La mujer permanecía inmóvil, con la mirada perdida en la distancia. Entonces Martín se percató de que estaba hablando con una estatua; se alejó cabizbajo, consciente de que aquella bella dama nunca correspondería a su amor porque ella tenía –y de eso ya no albergaba la menor duda- un corazón de piedra.