Plegarias, cánticos, más plegarias. Su alma parecía arder, como si el mismísimo Satán hiciera presencia en su ser; pero estaba ahí, quieta, inmóvil, acatando, fingiendo, sonriendo. Las voces en su interior no eran lo suficiente para apagar los rezos que resonaban putrefactos en sus oídos.
Todos en aquel lugar parecían –pretendían- ser ángeles, envenenados, embaucados, corrompidos por el convencimiento de la fe, ¿Y ella? Ella estaba ahí, quieta, inmóvil, acatando, fingiendo, sonriendo, escuchando.
El clérigo daba las órdenes, ''pónganse de pie'', ''tomen asiento'' y todos obedecen como buenos perros falderos que son. ''Rastreros'' pensó, pero seguía sonriendo, ya se las cobraría pronto. Mientras el curso de la ceremonia procedía, se dedicó a maldecir a cada uno de esos asquerosos animales.
Su falsa sonrisa se transfiguró en una siniestra, un escalofrío le recorrió la espina por la excitación. Pobres imbéciles, creen en un ser tan bondadoso que permite la existencia de un ser como ella, un ser lleno de malicia.
Volvió a su actitud de feligresa común y corriente y salió excusándose de ir al baño, pondría en marcha su estrategia, la que planeó con antelación de meses. Con paso firme y tranquilo al igual que su respiración, su sonrisa maliciosa volvió a ella.
Buscó las llaves de las únicas dos puertas de aquel gimnasio, nadie lo notaría, todos estaban demasiado sumidos en el ritual, fue por aquel bidón que ocultó en su bolso. Volvió por el pasillo y puso llave a la puerta principal, nadie se percató, pues las voces embriagadas en una lánguida canción fueron las mismas que dieron paso a la primera parte de su plan. Ingresó al recinto por la puerta lateral, justo en el momento en que los gusanos cerraban los ojos para entregar su corazón al señor en una profunda e íntima oración.
Tranquilamente vació el contenido del bidón sobre el improvisado altar, pocos la vieron, pero jamás pensaron lo que realmente estaría haciendo allí. Sacó un cigarrillo y lo encendió, para lanzar el cerillo aún prendido sobre el líquido en el altar y para cuando los idiotas pudieron reaccionar, ella ya se encontraba poniéndole llave por fuera a la única salida que quedaba.
Comenzó a alejarse con parsimonia, mientras disfrutaba del placentero y amargo sabor que le brindaba el tabaco entre sus labios que se dibujaban en una sonrisa al oír los desgarradores gritos de desesperación.
Chizuru - Gabriela Muñoz Lara
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