LAS MANOS EN LA MASA
La fe de un creyente se mantiene firme hasta que no se lesionan sus derechos e intereses. Es el típico caso de Salustiano Mendoza, fiel creyente del Evangelio y las prédicas religiosas de su iglesia.
Este hombre, consuetudinario visitante de su congregación era capaz de sacrificar su vida- si se presentaba la ocasión- en defensa de los preceptos doctrinales que predicaba el reverendo cada día en nombre de su Dios.
Desde muy pequeño visitaba el templo cristiano inducido por sus padres. Siendo un mozalbete, su madre le había inculcado «la existencia de Dios» y, le había dicho que, para la salvación del «alma» había que «creer» en su existencia «Perdonar» y «Hacer su obra» Esto él lo tenía bien claro.
Creció leyendo y escuchando día y noche las palabras sabia de la Biblia, sacando provecho al tratar de transmitírselas a otras personas ávidas de ellas. Su vida había sido forjada a la «luz» de los preceptos Cristianos, convirtiéndose con el tiempo en su defensor.
La gente de su entorno al crecer, los distinguía como un hombre amante, muy respetuoso de la doctrina que había abrazado, siendo tratado con el respeto debido. Fueron muchas las personas en su pueblo que se convirtieron al evangelio al ver su comportamiento, como se conducía, siendo ejemplo fehaciente de tal conducta en el trabajo y en la sociedad donde se desenvolvía.
Al contraer matrimonio con una joven muchacha que había crecido junto a él, bajo la tutela, la orientación y realizando tareas propias de la iglesia; su vocación cristiana creció aún más al convertirse en predicador de sus hijos, tres en total, dos varones y una hembra, la más grande. Una hermosa muchacha dotada de inteligencia, juventud y belleza (diecisiete años) Sus encantos saltaban a las vistas de toda la sociedad, especialmente, a los ojos de la feligresía donde se había convertido en la primera figura del coro de la filarmónica de la orden religiosa.
Su hermosa voz fue escuchada con entusiasmo en el seno de la comunidad cristiana y en todo el país, siendo considerada como una voz exitosa (soprano) ganando acalorados aplausos del público donde se presentaba, convirtiéndose con el tiempo en una honra para la República, la congregación y sus familiares.
Salustiano Mendoza estaba orgulloso de su hija. Daba ¡gracias! a Dios todos los días por darle un retoño dechado con esa virtud. Había sido bendecido por el creador. Adoraba a sus tres hijos, trabajando duro para poder educarlos bien. Él, sabía que para lograr obtener el éxito, había que sacrificarse, dejando a veces de comer y vestir para procurar preparar a los hijos a la altura de los que pueden, al mandarlos a estudiar a los mejores centros de estudios. Por esto, no le tembló el pulso, ni escatimó esfuerzo para mandar a su hija a especializarse en un conservatorio de música fuera del país.
Mnemosina- Así se llamaba la hermosa muchacha- estando de regreso en su pueblo natal al estar vacacionando, se iba por la tarde a la iglesia y se integraba al coro para practicar y no perder el hábito. La tarde de ese día, llegó muy temprano, pasando al salón donde se reunían los feligreses a esperar que los demás compañeros llegaran.
Salustiano Mendoza por infausta casualidad del destino, la noche anterior estando reunido rindiéndole cultos al señor, se le había quedado su Biblia. La buscó por toda la casa. Al no encontrarla, fue por ella. Al llegar, se introdujo en el salón al encontrar abierta la puerta principal de la iglesia. Sigilosamente caminó hasta el otro lado del salón donde se reunía el consejo, encontrando sorpresivamente al pastor de pies abrazado a su hermosa hija con una de las tetas atragantada en su garganta.
El ministro de la iglesia hizo una pirueta liberando el seno introducido en su totalidad en su boca, sacando rápidamente la mano derecha debajo de la falda del vestido donde hurgaba excitado en la entrepierna de Mnemosina. La muchacha estaba paralizada al voltear y ver de sorpresa a su padre frente de ella, cuando introducía exaltada su blanco seno por el escote.
¬ ¡Desgraciado! ¬ Atendió a decir Salustiano Mendoza, yéndole encima con sus puños cerrados dándole puñetazos sin detenerse ¬ ¡Pastor infame! ¿Qué decepcionado estoy de usted? ¡Esa niña puede ser su hija! ¡Lo he considerado como su padre! ¡Maldito sabandija! ¡Truhan! ¡Buen bandido.......!
El pastor no se defendía, ni decía nada. Avergonzado de su actuación deshonesta, solo miraba al hermano de la fe enfurecido dándole golpes a diestra y siniestra.
¬ No vale la pena ensuciarse las manos.
Salustiano Mendoza con ímpetu se contuvo. Tomando a su hija de la mano, la arrastró hacia la salida, olvidándose de la Biblia que fue a buscar. Parado del otro lado de la puerta de salida, gritó a todo pulmón.
¬ ¡Hasta hoy mi familia y yo visitamos la puerta de una iglesia! ¡En éste lugar habita Satanás!
Los vecinos al oír sus gritos hacían la señal de la cruz. Conturbados, sin entender por qué aquel hombre, creyente distinguido, se expresaba de ésta manera. Días más tarde se enteraron de lo que había pasado en la llamada casa de Dios, al regarse la noticia como pólvora por todo el pueblo.
JOSE NICANOR DE LA ROSA.
|