Hay quienes aseguran que nada está predeterminado. Siempre podemos elegir, hasta cuando decidimos no hacerlo.
Conocí a Laura hace mucho tiempo. Nuestra primera cita fue una tarde lluviosa de otoño, en el barcito de la facultad.
Recuerdo que ella estaba leyendo un libro, y era una historia de amor.
Enseguida me sentí atrapado por aquellos cabellos rubios, la boca de labios sugerentes y sus ojos oscuros.
Al verme pronunció mi nombre con esa entonación suya tan particular. Luego sonrió. Quise hacer un comentario gracioso, pero consideré que tal vez era inadecuado. Cerré la boca.
Laura depositó el libro sobre la mesa, a mí se me ocurrió hojearlo. Todavía no entiendo por qué al leer algunas frases nos imaginé juntos toda una vida.
En algún momento me miró a los ojos. Yo dije algo que he pretendido olvidar. Sus dedos largos y esbeltos se tensaron sobre los míos.
Pagué apurado la cuenta y la tomé de la cintura mientras caminábamos hacia la salida.
Subimos a la camioneta rumbo al hotel más cercano.
Ella apoyó su cabeza sobre mi hombro; encendí la radio, y una banda de jazz empezó a tocar para los dos. Más tarde le canté una de esas canciones al oído.
Pasó un año casi sin darnos cuenta. Un día nos distanciamos.
No volvimos a vernos hasta ayer, QUINCE AÑOS DESPUÉS de aquella primera cita. Nada había cambiado: Laura seguía hermosa; yo parecía el mismo de siempre.
La gran pregunta era si tenía sentido pedirle que se casara conmigo. Me respondí que, como en muchas circunstancias de la vida, intentar volver atrás carecía de sentido. Sus ojos, más oscuros que nunca, miraron los míos con una mezcla de emociones que creí entender. Laura había decidido ausentarse por un tiempo, y las sonrisas se iban con ella.
Intuí que quería decirme algo más, pero no hizo falta; su mirada hablaba.
Era el momento de improvisar una retirada honrosa. Mientras tanto, los sentimientos sopesaron mi estupidez.
Hoy aparecen las dudas. Sentado frente a la mesa que compartimos tantas veces me hago preguntas, pretendo filosofar, siento culpa.
Pero de a ratos paladeo algún instante de calma. Entonces comprendo: no existen caminos preestablecidos ni destinos.
Es simple, y también atroz.
Elegí dejarla ir.
Otra vez.
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