Capítulo I - CORNELIO




Cornelio abre con desgana su tienda. Barre el suelo, pasa el plumero por las estanterías y desliza un trapo sobre el mostrador antes de ponerse detrás de él, entre una antigua caja registradora de bronce y un llamador brillante que lleva años sin sonar. Sabe que nadie traspasará sus puertas, igual que el día anterior, y el anterior a ese, y el anterior…

En ese tiempo muerto que discurre en el horario comercial de 10:00 a 14:00 y de 16:00 a 20:00, se la pasa añorando la época en la que su negocio estaba en auge y recibía cientos de visitas al día; épocas en las que incluso antes de abrir tenía gente esperando fuera, haciendo cola desesperada por comprar su género. Era gente de todo tipo: empresarios, escritores, investigadores, pintores, guionistas, músicos… todos deseaban comprar sus productos y beneficiarse de ellos. Porque lo que Cornelio vende son ideas. Ideas enlatadas, embotelladas, empaquetadas, a granel, de importación… Musas holográficas, de porcelana, de imitación e incluso hinchables. También inhaladores de potenciadores neuro-creativos, la pieza más cara de su almacén, junto con las sales aromáticas de retrospección, que devolvían a la nariz de quien lo aspiraba un perfume perdido en su memoria infantil y lo traía al presente como base de inspiración.

Todo había ido viento en popa durante años, hasta que aparecieron los primeros problemas. Llegó un momento en que no tuvo suficiente material para cubrir la demanda, y empezó a vender los mismos productos a más de una persona (craso error que nunca, nunca se debe cometer. Cuando esa circunstancia se da de forma natural, o sea, cuando un poeta, un compositor y un jefe de producto pensaban a la vez en la primavera, esa misma idea se canalizaba de forma distinta en cada uno y se creaban sonetos, sinfonías y estrategias de mercado independientes, aunque compartieran el origen. Pero, como lo que Cornelio vende son métodos artificiales de idear, existía un altísimo riesgo de que todos los caminos siguieran la misma senda y convergieran en un mismo resultado). Al principio, cuando empezó a revender, procuró tener un registro y dirigir la riesgosa transacción a personas con oficios distintos. Pero pronto la codicia provocó que perdiera su minucioso control, y vendió las mismas ideas de forma indiscriminada a cualquiera que las demandara, con los consiguientes inconvenientes posteriores: le llovieron acusaciones de plagio, de espionaje y de sabotaje, que lo involucraron en su detrimento con decenas de demandas por perjuicios a terceros. Y todo fue peor cuando se popularizó el rumor de que sus productos causaban adicción y distintas enfermedades, como esquizofrenia, paranoia, depresiones,…

Ahora recibía muy poca clientela (estudiantes, aficionados, alimañas mediocres…), y por eso dedicaba la mayor parte de su decadente tiempo a fisgonear el exterior por la puertecita y la ventana del escaparate de su tienda. Sus sujetos de observación recurrentes eran la florista alérgica al polen de la tienda de enfrente, el barrendero con sus cascos que se dedicaba a barrer las calles y vaciar los cubos al son de sus ritmos, los niños y niñas que iban y volvían del colegio de la esquina cada día (los contaba como el ganadero que cuenta reses, controlaba las “pellas” y las epidemias de catarro) y estudiaba el tráfico, contando el número de coches que pasaban, clasificándolos por color, fabricante y alegrándose cada vez que encontraba una matrícula que terminara en 23 (día de su cumpleaños). Hasta el día que llegó al barrio el extravagante jovenzuelo al que habían alquilado el apartamento de encima de su local.