No espantes a la mosca. Deja que se pose en tu mano. Haz a un lado todos tus prejuicios sobre lo saludable y lo que enferma; lo que es bueno y lo que es malo. Deja que te camine, que te explore. Que haga lo que tú no has hecho. No te va a comer, aunque podría. Igual tú. Pero no lo hagas. Sólo mírala. Siente el microscópico cosquilleo de sus patas entre los vellos de tu antebrazo. Diviértete con su gesto de villano, como si estuviera tramando algo malo. Apuesto que no te molesta del todo. Veo tu cara y pienso que, cuando espantas una mosca, espantas un placer, un placer chiquito. Sensibilízate. Lo suficiente para sentir las minúsculas gotas que vierten la pequeña trompeta que tiene por boca. Así se siente el contorno ensalivado de tus labios. Cuando forma lunares fugaces y mojados. No son tan diferentes. Permite que suba por tu brazo, que batalle en tu codo, que se detenga en la cicatriz ésa que tenemos todos y que inspeccione la herida imperceptible al ojo. La mosca sabe y no sabe. Pero todo lo siente. Saborea con sus patas y su vuelo no es errante. Hermana mosca. Peón de Belcebú. Date cuenta que si la aborreces es mera proyección. Aquí la plaga eres tú.