Hoy vi una hoja caer. No sé si cayó durante un minuto, dos, diez, o una hora. Su lento vaivén, suave vuelo de gorrión asustado, recorría impasible todo el aire que la rodeaba: esa simple hoja abarcaba todo el espacio que la rodeaba; esa simple hoja era todo; Todo.
Al principio yo la veía a ella, ahí arriba, cayendo lenta y majestuosamente, con todo su desdén, un pibe con mucho pelo, y lloraba. Sus lágrimas se veían aun desde mi árbol. Eso es todo lo que veía. Por eso es que me solté de mi enorme casa: quería que me viera, quería ser alguien para quien el mundo no era más que sus lágrimas. Lo vi mirarme, lo vi concentrarse en mí, y lo vi llorar. Cuando noté que la segunda lágrima caía por su mejilla, me decidí, y salté al vacío, para que al menos por un rato, esos ojos se distrajeran de sus lágrimas. Mientras caía nos amamos, lo sé; el aire que me rodeaba me sostenía, y se veía tan triste, tan desolada, tan sola, desprendiéndose de su árbol, decidiendo morir en un vacío sin forma, oscuro, seguramente repugnante para alguien tan hermoso.
Cuando tocó el suelo me levanté y caminé hacia ella. Noté una sonrisa en mi rostro; algo había cambiado. Cuando nuestros cuerpos se tocaron en un tímido abrazo me di cuenta de que el pobre ya no lloraba. De algún modo ya había concluido mi vuelo. Hice fuerza, quería decirle algo, una última palabra. Con mucho esfuerzo le regalé una lágrima que nunca borrará. Y entonces el viento, tímido entrometido, se la llevó lejos, ya no sé dónde.
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