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Después entré a trabajar a un negocio de escaneo de documentos. Me asignaron en un juzgado, junto a dos compañeros. Estábamos en el sótano del local. Ahí guardaban todos los archivos de juicios civiles y familiares. Podías encontrar casos de patria potestad, casos de alimentos, incumplimientos de pagos. Figuraba gente pudiente en los expedientes. La mayoría judíos demandando lo que le prestaron a los pobres obreros, con todo y los intereses. A veces las cantidades demandadas eran estratosféricas, y el juez solía dictar embargo de todos los bienes, para que los judíos se enriquecieran un poco más. Así operaban, porque además el juez también era judío. Mis dos compañeros eran un cristiano que se la pasaba hablando del antiguo y nuevo testamento, y una católica embarazada. El cristiano decía constantemente que si no dejábamos de adorar imágenes y santos arderíamos en el infierno al morir, ya que según la religión cristiana, uno solo debe adorar la santísima trinidad, y que dios es un dios celoso, y para comprobarlo siempre tenía a la mano una biblia, y recitaba los versículos en cuestión. A mí no me caía mal que hablara de todo eso. Creo que él pensaba que me caía mal, porque ese tipo de personas suelen caer mal, pero a mí no. Con tal de distraerme un poco del trabajo yo mismo le hacía preguntas de la biblia, y me gustaba que se extendiera en sus explicaciones, y me gustaba cuando nos contaba las historias del antiguo y del nuevo testamento. Cada vez que yo tenía alguna duda se la hacía saber para que él comenzara con su perorata sin fin. Me parecía extraordinario. Rara vez le llevaba la contra al cristiano, siendo yo católico, porque su conocimiento de la biblia me rebasaba. No tenía oportunidad de rebatirle nada. Me limitaba a aprender, a pesar de que no estaba de acuerdo cuando nos amenazaba, a mí y a la otra, de que si no nos convertíamos nuestra eternidad estaba asegurada en el infierno. La pobre católica, con su limitado conocimiento de la biblia y su campechana fe en la virgen de Guadalupe la tenía muy difícil contra ese monstruo de la santa ley, por lo cual siempre terminaba humillada y silenciosa, metiendo hojas y más hojas de expedientes en la máquina de escaneo. Un día a mediodía fui a ver si ya habían depositado la quincena después de comer, efectivamente ya estaba ahí, la saqué toda y me iba a ir directo a casa para jamás volver, pero olvidé que tenía la chaqueta en el área de trabajo. Así que fui por ella. Llegué y ahí estaba el cristiano y la embarazada, tomé mi chaqueta y dije que iría a la tienda por algo. Obviamente nadie me creyó. Cuando subí las escaleras y estaba por salir me topé al juez. Le saludé con prisa y le deseé feliz navidad. En el juzgado los empleados salieron a mediodía precisamente por ser navidad. Sólo estaba el juez y los muchachos del sótano. Cuando logré deshacerme del juez y sus inquisiciones salí y respiré el aire frío. Me sentía libre otra vez. Había cumplido mi objetivo. Ahorré la cantidad suficiente para tomar un par de autobuses para ir al sur. Después de todo, las horas en ese sótano eran interminables. Siempre quise prenderle fuego a todos esos documentos. Habría ardido de lo lindo. La monotonía era increíble. No valía la pena. Además quería escapar de todo para siempre, al menos eso era lo que pensaba en ese momento. Ya no soportaba más la presión de tener una hija y una mujer tratando de cazarme. Pasó la navidad y el año nuevo y me fui en el autobús con algo de dinero. Después las cosas no resultarían como yo me imaginaba y estaría de regreso 2 meses después. Habían sido dos meses terribles, conviviendo con extranjeros malvados que me obligaban a beber y drogarme hasta terminar desmayado. Un australiano que se burlaba de mí constantemente. Sam, el americano que escuchaba sólo a guns and roses. Soraya, la inglesa que creí era mi salvación, pero nunca se compadeció de mí. Todo eso en el ambiente frío de la montaña y esa sensación de haber abandonado algo de lo cual nunca podría deshacerme.

Texto agregado el 07-12-2013, y leído por 111 visitantes. (1 voto)


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