Recién llegado de Francia, y habiendo conocido de paso muchos otros países de Europa, nuestro amigo se dispuso a celebrar el emotivo encuentro con su amigo Isaac. Como ambos ya habían libado sus buenos tragos, se pusieron de acuerdo y enfilaron por las enrevesadas callejuelas de Santiago Norte, antiguamente llamado el barrio de la Chimba.
Octavio, que así se llamaba el recién llegado, fue generoso con la multitud de parroquianos que agradecieron con aplausos y vítores la botella de licor que les había caído del cielo.
La jornada se extendió por varias horas y nadie cejaba en sus puestos, brindando por cualquier cosa, cada vez más estropajosa la lengua y menos empoderados en el digno equilibrio.
Es sabido que las personas que se embriagan son proclives a fantasear, se les suelta la lengua y la vida se les aparece con una claridad que estando sobrios se les torna difusa. Pareciera que ocultos chamanes mueven los hilos de aquella refriega, y los curaditos son nada más que mareados marineros navegando en un barril que parece no tener fondo.
Acaso por ello, o por otra situación que no viene al caso investigar, relataba a viva voz el recién llegado Octavio las maravillas del Viejo Mundo, contando con lujo de detalles las peripecias vividas. Un corro de beodos escuchaba con atenta mirada, pero más bien, aguardando algún nuevo arranque de generosidad de Octavio.
-No puedes imaginar, querido amigo, lo diferente que es París a este Santiago. Menos Moscú, ni mucho menos Viena…
Un parroquiano que escuchaba atentamente y alardeaba de estar sobrio, musitó:
-Las cosas que se le ocurren a los curados, por Dios…
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