La imposibilidad de odiar a mi madre por morir, me consumió cuando niño; me laceraba amarla en el recreo y amarla con la puerta abierta; amarla nuevamente el martes, en que no volvió a pasar por mi, y amarla en casa, donde nunca dejaría de estar muerta.
En la adolescencia, la culpabilidad del sobreviviente me carcomía; la vergüenza de no ser desgraciado, de no llorar en la ducha, de no pensarla a las tres de la tarde ni buscarla a las seis en primavera; de preparar estofado, beber café soluble, sin amarla.
Hoy, es el olvido el que me corroe, el amor al que se le borra el nombre, los abrazos sin aroma, los recuerdos sin certezas, los tequieros sin timbre de voz, el pan sin chocolate; pan sin caricias, sin manos ni calor; las sopas de tomate, sin tomate.
Nuestro evento se ha mudado a mis arterias, que ha convertido en reductos infecciosos de corrompidos deseos y sentimientos enfermizos; de delirios generales y trastornos en la esquina; de terrores y bloqueos; de cornisas y hospitales.
Una eterna colisión interna en la que se enfrentan mi inexorable pacto con la infelicidad, de acordar con la miseria; y mi necesidad de respiro, mi imprescindible obligación de amar. |