Te fijaste que ella te quería un poquito y te tembló la piel. No la querías, tal vez ni un poquito, pero sí lo suficiente para que te borrara dolores pasados, quizás ajenos que, simplemente, no podías dejar ir. Sin embargo, te gusataba tenerla en tu cama. Te gustaba, quizás su sudor, su placer, su amor no correspondido. Ajá… lo descubriste. Eso es lo que más te gustaba.
Quisiste hacer una prueba. La invitaste esa noche, la despreciaste un poquito y sus ojos se llenaron de lágrimas. Y vos… vos un poco feliz, sin saber cómo ni por qué, la abrazaste. Sin la intención de dañar, pero sí con el afán de disfrutar. No la tocaste. Te contuviste. La dejaste sentirse miserable por vos, y te gustó. ¿Por qué negarlo? No hay pecado, a vos te han hecho cosas peores, y la vida sigue. Así que probaste maltratarla, y ella se dejó. Ella te lloró por dentro, porque no era tan débil, no lo mostró. Hasta se enojó… Quizás no…
La dejaste ir de madrugada, con su dolor; y te quedaste con su olor y disfrutaste un poco más la revancha de esos años que la bebida no te dejaba disfrutar. Porque tu dolor era más profundo que solo una embriaguez del momento y juzgaste vana la herida de ella. ¿Qué importa si se va? Te dejó lo que querías, la viste ahí tan indefensa, entregada. Diste el sablazo y cayó donde debía y ella lo recibió esperando un avance hacia un beso. Pero vos no y no se lo diste.
Dejaste que se fuera y, aunque no sos malo, te comportaste como el peor. Te comenzó dar un poquito de temor después. ¿Y si se te devuelve? ¿Y si ella desaparece? ¿Y si tu placer te traicionó? ¡¡Qué importa!! La tuviste como quisiste y no hay mayor tesoro que la venganza. Aunque sea esa venganza aburrida, que no logra alcanzar aherir a la que de verdad te lo debe.