| En la noche todos los gatos son pardos
 
 Detrás de las nubes grises
 el cielo brilla oscuro
 la luna sale
 y los gatos maúllan.
 
 Ella yacía tirada en la cama con sus piernas entreabiertas, dejando ver su sexo recién penetrado. Él no sabía qué hacer. Nunca había matado a alguien y el cuerpo bello, blanco y frío que estaba frente a él era el cuerpo de su mujer, penetrada hasta el cansancio, hasta la muerte. Él estaba ahí, viéndola sin saber qué hacer, y sus hermosos pechos, que se inclinaban levemente a cada lado de su torso, y la cara ladeada y la boca abierta en un grito mudo de tanto gritar, pero muerta, quieta, arrumbada. Bajo la luz de la luna y el aullido felino, pensó que nunca la había visto tan bella como hasta esa noche.
 
 Un globo ocular amarillo
 rasgado por una pupila filosa
 levanta el párpado negro:
 su mirada
 fija
 sostenida.
 
 Ellos se habían conocido años atrás y se habían gustado. Los dos nunca habían conocido la inhibición. Cada frontera desconocida era para ellos un reto a alcanzar. Con dolor o placer, el acto carnal se había convertido en su vida, era su manera de conversar. Rompieron todo tipo de barrera y sin trabajo llegaron a flagelarse, a inyectarse dolor, a amarse bajo el efecto del opio, la cocaína, los hongos y dale ¡a volar! hasta alcanzar el último punto de la penetración. Gozaban someterse, y amarrarse a la cama era una cosa habitual. Los fines de semana salían a una casa de campo que tenían a las afueras de la ciudad, entre taxidermias y sus sombras empolvadas jugaban como otras parejas juegan a platicar.
 
 Alrededor de la casa
 los gatos arrullan la noche
 ronronean.
 Sus cuerpos untuosos
 se deslizan uno contra el otro
 y juntan sus colas
 enredándolas.
 Abren sus ojos
 doblemente rasgados
 que brillan con la luna
 amarillos.
 
 Pero esa noche llegaron muy lejos y la luz de la luna lo señalaba a él como culpable. Sin embargo, él no se sentía mal por la muerte de su mujer y objeto sexual, ni siquiera se sentía mal por no sentirse mal. Ni un solo remordimiento. La había matado, y lo había hecho bien. Una embestida con dolo, el grito desalmado, la súbita rigidez de su cuerpo y una delgada línea roja alrededor de la comisura de sus labios tensos. Todo fue tan rápido y de improvisto que no le dio tiempo de sentirse culpable. Al contrario, se sentía excitadísimo. Ahí estaba él, hincado bajo la luz de la luna, rígido y sin saber qué hacer.
 
 El ojo
 es
 no está
 desaparece.
 El párpado cierra
 la ventana
 de aquella mirada
 inescrutable.
 
 —Aura, ¡Aura! —gritó. Pero ella no se inmutó.
 
 Mientras pensaba qué hacer, su excitación crecía, y como había hecho varías veces quiso penetrarla mientras dormía. Le gustaba la gran y placentera fricción de su vagina todavía no excitada, de su sexo dormido, seco, apretado. Pero ahora había un elemento extra, algo que nunca había hecho y mientras la penetraba, creyó ver en la cara de Aura, la cara de la sumisión total. Y en frenesí se dejó ir hasta adentro.
 
 Afuera
 los gatos
 aman cada parte de su cuerpo.
 Danzan precavidos.
 Se mezclan
 en una maraña oscura:
 reflejo lunar
 el brillo de sus lenguas rugosas
 camuflan el destello
 que arde
 la pupila del silencioso gato
 que a los amantes mira
 lamiéndose sin importarle.
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