En la playa, lentamente se hacía de noche. El cielo estaba cubierto de espesas nubes violetas. Hace días que la tormenta amenazaba con desatarse. Corría un viento frío, cargado de arena. Más lejos, las olas rompían contra la escollera vomitando espumarajos blancos.
En el horizonte, iluminado por la intermitente luz del faro, se divisaba un pequeño barco, que luchaba por mantenerse a flote en el mar picado. Después desaparecía entre las olas, y resurgía, sin resignarse a su destino, como una metáfora de la lucha por la vida.
La tempestad se desató tan abruptamente que apenas le dio tiempo a una gaviota de ponerse a resguardo, evitando que la arrastrara el viento. Fue un relámpago, y un sonido crujiente que parecía estar quebrando el cielo en pedazos. Y después la lluvia. Eran gotas pesadas, casi blancas contra el púrpura de la noche, que envolvían todo, de a montones. El viento se intensificó, arrastrando gélidamente todo lo que no estuviera bien sujeto. Y allá se fue la gaviota, aleteando desesperada e inútilmente.
Otro trueno, potente, iracundo, y un rayo cayó sobre el muelle, partiéndolo en dos. No era una tormenta como las otras. Habría de durar sólo dos horas, pero sería la más devastadora que se podría imaginar. Las olas crecían cada vez más, estallando estruendosamente contra la orilla, y retrocediendo arrepentidas con velocidad, sólo para formar una nueva ola, aún más alta y más grande. No había ningún ser vivo a la vista. Sólo la tormenta, a su libre albedrío, ocupándolo todo y llevándoselo consigo.
Él estaba sentado en la arena, indiferente a la catástrofe que lo rodeaba, mirando el mar furioso, y protegiendo su cigarrillo de la lluvia que lo cubría, llegándole hasta los huesos.
En el barco, yacían los cuerpos de los 6 hombres que hacían las veces de tripulación, y que volvían de algún lugar lejano. Todos degollados por el mismo pequeño cuchillo que ella había escondido en su ropa interior cuando la encontraron. Y ella ya estaba lejos, luchando contra la ira de las olas que en vano intentaban arrastrarla hacia el fondo. En donde ella venía, nadar contra la marea era un ejercicio cotidiano, y su cuerpo, en apariencia frágil, se engrosaba, y se volvía fuerte, y se fusionaba con el agua. Hacía ya 2 días que la habían descubierto, y había navegado con aquellos hombres. Y hacía 3 que se había subido al primer barco que vio, y se había escondido bajo una manta, para dejar atrás su ciudad y sus recuerdos, y las amenazas de su madre y de la policía. El primero en verla fue el más joven del barco, que también fue el primero en morir, más tarde. La presentó al resto de los hombres. Se rieron de ella porque no hablaba su idioma, y no la tomaron en serio, por su corta edad. Pero ella les había enseñado. Porque había aprendido demasiadas cosas que no quería saber en sus 18 años de vida. Una noche, en su cama, se aburrió. Se aburrió de no comprenderlos, se aburrió de los discretos manoseos y se aburrió de sentirse envuelta en una soledad extraña en la que los demás formaban parte de un mundo que ella no conocía, y al que nunca podría entrar. Y decidió exigir respeto. Se levantó, cuchillo en mano, y cuarto por cuarto, cama por cama, los degolló sin detenerse a escuchar súplicas, mientras dormían. Excepto al primero, al más joven. Era el único con cuarto propio, y estaba despierto. La vio entrar, y, aunque no entendió sus frenéticas palabras, ella vio el temor en sus ojos. Lo apuñaló, al borde del llanto. Después, al terminar la masacre, decidió arrojarse al mar, para llegar a la playa. No podía llegar al puerto en un barco que transportaba cadáveres.
Llegó cansada, y la tormenta todavía arreciaba. Estaba empapada. Se escurrió el pelo, y miró a su alrededor, y lo vio, tan atónito como ella. Él creyó que era todo una visión, producto del frío, y del agua, y se paró para cerciorarse. La agarró del brazo. Era real. Extremadamente real. Y preciosa. Ella parpadeó, bajando sus ojos verdes, y acercándose a su cuerpo. Ya no tenía que estar a la defensiva. Podía confiar. Se abrazó al pecho de ese hombre extraño, y compartieron el resto de calor. “¿Como te llamás?” probó él. Pero ella no lo entendía, y le sostuvo la mirada interrogatoria, balbuceando cosas en su idioma. Con gestos, él le preguntó si tenía frío, y ella contestó que sí. Se volvieron a sentar en la arena. Él la tomó del mentón, y levantó su cara. Buscó su boca, y ella respondió. De pronto, la lluvia no importó, y el frío desapareció. Sólo existían ellos, retozando sobre la arena, como una pareja que se conocía desde hace años, sin pronunciar ni una palabra, y sin embargo, perfectamente sincronizados. Cuando terminaron de hacer el amor, la tormenta había amainado. Él se durmió sobre una almohada de ropa húmeda. Ella, sobre su pecho. Cuando despertó, ella ya no estaba. Intentó recordar su olor, sus formas, cualquier cosa. Volvió caminando, y encontró un cuchillo pequeño y delicado, casi cubierto por la arena. Lo guardó en su bolsillo. En algún lugar, un barco sin vida llegaba a puerto.
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