Reposición
Desvalida, traslúcida, Milly cayó sobre la acera. Su mente estaba clara, intranquila y cansada, como era usual en ella; hasta que en un instante se esfumó. La realidad tangible y única, a la que siempre se aferró como su más ferviente devota, la abandonó finalmente.
Cuando despertó, sólo halló rostros indefinidos rodeándola, murmurantes, horrendos, despiadados. Jugarreta ésta de sus ojos enrojecidos e irritados que, hasta que lograron enfocarse, la envolvieron entre fantasmagóricas sombras, de las que quiso huir, intentando desesperadamente incorporarse por todos los medios. Quería salir corriendo hacia cualquier sitio, enajenada de pavor, pero varios pares de manos la sujetaron con firmeza hasta que volvió totalmente en sí y dejó de gritar, mas no de retorcerse como una serpiente sin cabeza, como si su alma se hubiera sometido, mientras su cuerpo seguía luchando por salvar el pellejo.
Las mil cataduras del horror tomaron unas pocas formas definidas; tres meros individuos perdidos entre la singular fauna que transita las calles a las seis de la mañana: Una anciana de abultadas redondeces, enrollada en un vestido floreado, similar a un batón hecho con la tela de un mantel viejo. Llevaba consigo un caniche casi pelado que pendía algo ahorcado de la correa, la que se perdía en la crasa e imperceptible muñeca de su dueña. Otro era un borracho, cuya catadura era un conjunto amorfo de pliegues carnosos y abrasivos por la barba de tres días. Despedía un hedor indefinible -realmente indefinible-. Y el último que identificó: un robusto repartidor de periódicos que detuvo su camioneta en medio de la calle para socorrerla. Fue éste último quien la levantó del suelo. Sus manos eran rabiosamente ásperas, al igual que su voz -creyó que era su voz, pero podía perfectamente ser la de cualquiera de los tres-
_ ¿Te encuentras bien, chavala?
Milly se separó de ellos bruscamente, empujándolos para impulsarse grotescamente hacia adelante y seguir su camino trastabillando calle abajo. No dijo nada. El terror experimentado se había visto frustrado por la realidad, que le mostraba a aquellos vulgares seres como sus supuestos agresores, y se sentía decepcionada de sí misma, por haberse puesto en ridículo frente a la única persona de la que no podía evitar sus más descarnadas críticas: ella misma. Comentarios ajenos llegaron hasta sus oídos - o eran obra de su mente, estaba demasiado acostumbrada a que la gente hablara a sus costillas cuando les daba la espalda- "¡Qué maleducada!" "Esta juventud drogadicta..." "¡Que se vaya a la mierda!"
Mientras zigzagueaba por cortas callejuelas laberínticas, Milly sintió que su alterada cabeza estaba más confundida que de costumbre. Nunca antes le había pasado aquello; el mundo jamás la había olvidado, excepto que decidiera echarse a dormir - entonces resultaba ser ella quien decidía olvidarse de todo-. El agobio era tan grande, que sólo atinó dirigir sus pasos en dirección a su casa, sin detenerse siquiera para ver a los lados para cruzar la calle. Su memoria se hallaba esquiva, y a pesar de que no se encontraba lejos de su hogar, hubo ciertas cosas que, aún teniendo la impresión de conocerlas de toda la vida, no podía hallarlas en su mente. A decir verdad, tampoco recordaba cuando fue la última vez que había decidido ir a su departamento a descansar y hacer un poco de vida civilizada y correcta. Pero eso siempre le pasaba; su teoría era sencilla: al hallarse protegida entre las cuatro paredes que consideraba su refugio, bajaba todas sus defensas y dejaba de prestar atención a aquello que tenía lugar a su alrededor. Y odiaba estar desentendida y aislada. Por eso odiaba su hogar, porque la alejaba del mundo real.
Luego de forcejear largo y tendido con la puerta, desistió, y se recostó en el piso para recuperar el aliento después de haber subido andando los seis pisos que separaban su apartamento del suelo -Milly tenía fobia a los ascensores, y cree que el desgaste de tener que subir las escaleras era otro de los motivos que la separaban tanto tiempo de su casa-. Al rato, cuando dejó de jadear, libre de la desesperación de la falta de oxígeno, siguió intentándolo, tal vez con más calma. Pero la llave no encajaba bien, y cuando consiguió hundirla en el cerrojo golpeándola con el extintor de incendio, se dio cuenta de que no rotaba. Luego, tampoco la pudo desencajar una vez dentro. Sin fuerzas siquiera para blasfemar, partió en busca de un cerrajero, pensando que le iba a sacar hasta la última miserable moneda que tuviera por un servicio especial a las siete menos cuarto de la mañana. Bajando los peldaños se enteró de cuanto le dolían los pies y, extrañamente, los pulmones. Nunca le había faltado el aire, pero ese día parecía que las escaleras eran más largas que nunca... aunque no tenía explicación lógica para aquello. Tal vez era sólo cansancio.
Cruzando la avenida, se sentía en extremo agitada; la respiración le estaba fallando, y sentía la garganta reseca y la lengua hinchada por boquear todo el camino como un pez fuera del agua. Pensó que sería bueno dejar de fumar, cuando recordó que, a menos que fueran hierbas, no fumaba.
Al llegar finalmente a la plaza donde se encontraba la única cerrajería que conocía en los alrededores -a tres cuadras de su edificio -, se sintió morir del cansancio y el ahogo, por lo que, ofuscada y descompuesta del estómago, se echó sobre el césped del parque enfrente del local, casi desvanecida, arrullada con el ruido de los coches. Perdió toda noción del tiempo, hasta que, poco a poco, recuperó el aliento.
Con la poca sutileza que caracteriza a los ignorantes, el viejo y escuálido cerrajero abrió su local, levantando la oxidada reja con un estruendo que sobresaltó a Milly. El estrépito era tal que creyó que los cielos se dejaban caer descabelladamente sobre oníricos metales para reventarle los tímpanos. Se tapó los oídos con las manos, pero no lograba aislarse del desesperante ruido. Cuando despertó de esa alucinación, sentándose violentamente sobre el pasto, clavó sus disgustados ojos en la patética figura del cerrajero tan pronto como pudo abrirlos. El hombre, con una expresión de asco indescriptible en el rostro, retiró su mirada de ella y se introdujo en su oscuro y húmedo antro.
No le fue fácil a Milly convencerlo de que la acompañara a su hogar para que reparara la cerradura de su puerta. Menos aún, el que subiera las escaleras a pie. Finalmente, decidieron ir cada uno por su lado.
Una vez arriba, el cerrajero desmanteló como pudo todo el cerrojo para poder abrir la puerta. Milly escuchaba su constante parloteo como quien oye el funcionamiento de una máquina de coser. Realmente no le interesaba en lo más mínimo lo que ese hombre pudiera decir de cualquier cosa. Sabía que sus palabras no eran relevantes, y sabía que aquel triste ser también lo sabía - pero no se daba por aludido; era como si sólo quisiera hacer pasar más rápido el tiempo, trabajando en su cháchara tanto como en el cerrojo-.
A lo que Milly sí prestó atención - no porque lo dijera el hombrezuelo, sino porque no entendía los impulsos visuales del todo- era la observación que le hizo el cerrajero sobre el estado de la llave: estaba totalmente percudida, cubierta de orín, lo que explicaba ciertamente por qué no encajaba en el ojo de la cerradura. Milly no había reparado en ello. Cuando el tipejo se la dio en mano, y ella pasó sus dedos, curiosa, por su delgada superficie, se deshizo como una figura de cenizas... "¡Da igual!" Seguramente, concluyó, se le había caído en un cubo de lejía; o en ácido; o en bebida de cola.
Una vez que la puerta estuvo abierta, un penetrante olor a humedad escapó violentamente desde el interior, y mientras el hombre hablaba de la posibilidad de instalarle un cerrojo mejor del que le estaba poniendo a la puerta, Milly hurgó entre sus bolsillos y le entregó unos billetes abollados sin siquiera fijarse en la cantidad que le entregaba ni preguntarle el importe por el arreglo. Sintió extrañeza al hacer aquello, porque sabía que, por naturaleza, ella era muy meticulosa con su capital. Y la expresión de asombro del cerrajero y la premura por marcharse sin siquiera despedirse por cortesía en cuanto tuvo el dinero en sus manos, le hablaba clara y largamente de lo generoso de la cifra. Sin embargo, un mal presentimiento más fuerte que la extrañeza la inundó. El cansancio fue destronado inmediatamente por una amarga y desconcertante alerta en cuanto sus manos percibieron la textura de sus pantalones. En un suspiro se introdujo en su apartamento para poder reflejarse en un espejo que le devolviera una imagen fiel de sí, más de la que le dictaminaban sus otros aturdidos sentidos; intentó encender las luces y el contestador telefónico - esto último era un reflejo que había adoptado quien sabe cuando o por qué (normalmente, nadie la llamaba)-. Sin embargo nada funcionaba, y Milly entró a alterarse cada vez más, hasta empezar a jadear nuevamente.
Perturbada, se dejó caer en un rincón. No quería volver a sentir el malestar que experimentó en la plaza. Cubrió su rostro con las manos y se concentró en controlar cada una de sus inspiraciones de aire, hinchiendo su pecho pausadamente.
El aire pesado y caliente que empezó a circular por su cuerpo la ayudó a aclarar su mente. La atmósfera de encierro le resultó repugnante. Aunque fuera por primera vez en años, abriría las persianas, dejaría que la molesta luz del sol purificara su espacio y así vería lo que necesitaba ver con la mayor calma posible.
La tenue luz matinal de las diez de la mañana la cegó dolorosamente. Los suaves dedos de Febo le quemaban los ojos lentamente, tortuosamente... Hacía mucho tiempo que no contemplaba el sol en toda su expresión - menos que menos a primera hora de la mañana -, y extraños recuerdos confusos y lejanos de tiempos en los que no fue ella misma, sino las expectativas de quienes tenía a su alrededor, cayeron sobre ella como una red cubierta de brillante polvo que, al contacto con su piel, la marcaba, le hendía la carne y la desarmaba hasta desangrarla.
La claridad fue deshaciendo el aroma de saturación. Sus pupilas se fueron acostumbrando penosamente a la luz, y percibió el panorama completo de su abandonado hogar. Lo más llamativo eran las telarañas, que se desplegaban como telones sobre su cabeza en todos los rincones, y daban al salón un aire a decorado de película de terror barata.
Las piernas le temblaron cuando se dirigió penosamente hacia el espejo oval, único objeto que decoraba la pared de su sala - no le gustaban los cuadros ni nada que colgara como un monstruo baboso de sus paredes, por ello su departamento tenía las paredes desnudas, excepto por los espejos, cuya pureza le fascinaba-
No tuvo más remedio que atender a sus ojos, así fuera por principios, cuando se halló frente a sí misma y comprendió la expresión de repulsión en la infeliz cara del cerrajero: Sus vestimentas estaban sucias, raídas, arrugadas, como si se hubieran secado luego de hallarse pringosas de fango... Sus botines blancos se hallaban destruidos, del color de una ciénaga, húmedos...
No sólo sus ropas se hallaban en estado deplorable. Toda ella se encontraba ruinosa: la piel manchada, las uñas largas y amarillentas, negras las puntas de mugre, penetrantes ojeras de un color violáceo, el cabello enmarañado y lleno de inmundicias; Las raíces oscuras resaltaban del color claro del tinte, a pesar de que el pelo no le crecía con rapidez y recordaba habérselo teñido la pasada semana.
"¡Dónde carajo me habré metido!" pensó, introduciéndose en la ducha. Un hilillo de agua fría caía desde la flor y le calaba los huesos hasta lo más profundo, por lo que Milly no tardó más que un suspiro en bañarse – además, recordó repentinamente que no le gustaba el agua-
Pero su cabello seguía igual de horrible: los mechones se habían convertido en amasijos de paja desgranada... Las manchas de su cuerpo no desaparecieron: eran verdosas, alucinantes, de formas extrañas, le dibujaban trayectos por todos los miembros... La piel - no lo había notado antes... o era por acción del agua...- estaba arrugada, reseca, cual si hubiera estado semanas enteras expuesta al sol. Le desfiguraban el rostro, las manos, los pies... Milly se empezó a sentir enferma de desconcierto, no entendía qué era lo que le estaba ocurriendo. Cubriéndose con la toalla del baño (olía a pestes), salió al salón y de allí se dirigió a la cocina.
Nada halló en la cocina fuera de lo normal. Además de las telarañas que invadían todo el resto de la casa (y a las que empezaba a acostumbrarse), la mesa y las dos sillas, así como la mesada e incluso la pila estaban cubiertos por una gruesa capa de polvo. Encontró unos trastos sucios, resecos, en el fregadero, y algunas moscas muertas en el suelo. Todo estaba demasiado silencioso. Aferró con fuerza la toalla entre sus dedos a la altura del pecho y se aproximó a la nevera. Temerosa, la abrió, previendo el desastre. De dentro escapó un vaho caliente y nauseabundo que la obligó a retroceder, vencida por unas violentas arcadas. Vomitó por el balcón unas flemas blancuzcas, lechosas, mientras la puerta del aparato se cerraba por su cuenta. Recuperándose un poco, se preguntó por qué habría dejado de funcionar, dejando que lo que almacenaba escasamente en ella se estropeara.
Desnuda y torpe, harta de esa sensación de desconcierto, hurgó entre los cajones de la cocina, decidida a encontrar lo que buscaba. Los utensilios que guardaba estaban herrumbrados o percudidos, pero no le importó cuando finalmente encontró las tijeras. Salió al salón, y allí, frente a uno de sus espejos, se detuvo, observando su penoso estado. Llorando de impotencia y de desesperación, comenzó a cortar uno a uno todos los mechones de heno en los que se había convertido su cabello, dejándolo muy corto, cerca de las raíces, donde (no se había percatado antes) estaba suave.
Cuando terminó, se encontró algo mejor, como aliviada de un gran peso. Y cuando se restregó el rostro, limpiándose las lágrimas, algunas marcas y esas terribles arrugas desaparecieron en parte, barridas por la sal. Y, mientras se preguntaba qué le estaba ocurriendo, se encaminó lentamente hasta su cuarto. Tenía la sensación de haber pasado siglos sin traspasar sus puertas y dormir en su cama.
Encontró la cama revuelta (no tenía recuerdo alguno de que hubiera estado hecha en todo el tiempo que vivió allí), algunos abrigos desparramados por el suelo –se había desprendido un perchero- y la mesilla cubierta de botes de pastillas caducadas. La lámpara esperaba recuperar su sitio en ella desde un rincón, arrumbada y olvidada. Abrió su armario, y un olor sudoroso le golpeó la cara. Pero esta vez ya empezaba a acostumbrarse a esos desagradables aromas. La mayoría de su ropa estaba cubierta de moho negro. Sus zapatos estaban blancos de polvillo y las suelas de goma de algunos de ellos, cuarteadas… Sólo pudo recuperar unas sandalias de hilo y esparto, y el forro interior de un vestido, de un rojo deslucido.
Ya vestida, agotada, arrastró una silla hasta la ventana abierta, y se sentó a contemplar el exterior con la cabeza apoyada en el marco de la ventana. Podía ver la calle como quien contempla un hormiguero. La vida transcurría normalmente para todo el mundo allí abajo, ¿por qué no le ocurría lo mismo a ella? No se lo explicaba, pero ya estaba hastiada de hacerse preguntas que no tuvieran respuesta, de sus divagaciones, de los cambios, de todo lo que le estaba pasando ese día… Cerró los ojos, adormecida por el calor del sol de mediodía, y soñó…
Pero sus sueños se escaparon sin dejar huella de recuerdo cuando escuchó unos golpes –o eso creyó-, y, sobresaltada, se levantó de la silla. Estaba demasiado atontada para reaccionar con un mínimo de cordura a lo que le estaba ocurriendo. Cuando los golpes se repitieron, intentó seguirlos con el oído. Eran constantes, cinco golpecitos cortos, un silencio prolongado, y otros cuatro o cinco golpecitos de madera… Llamaban a su puerta. Y tuvo miedo de abrir; el pánico se arraigó en sus venas.
-¿Quién es…?-, preguntó en un susurro imperceptible… pero los golpes se repitieron, esta vez más rápidos y fuertes. -¿Quién es?-, volvió a inquirir, y a su pregunta siguió un silencio mortuorio. Milly sintió cómo su cuerpo poco a poco se relajaba, y estuvo a punto de derrumbarse en la silla cuando volvieron a insistir a la puerta, esta vez más fuerte, como si la fueran a tirar abajo. Pero en esta ocasión no parecía tener intención de parar.
-¡¿Quién es?!-, gritó por encima del escándalo, vencida de los nervios.
-¿Milly?-, respondieron del otro lado, a la vez que se apagaba el bullicio.
-¿Quién… quién es?-, preguntó consternada, molesta por el terrible sobresalto.
-¿No te acuerdas? Soy Alejandro, del Maelstrom…
No. No recordaba a ningún Alejandro de ningún Maelstrom, ni nada que se le pareciera.
-Pasaba por aquí de casualidad. Cosas de trabajo. Y me acordé del cumpleaños de Leo, y de que vivías en el sexto de este edificio…
Entonces era ese pesado que la acompañó a su departamento la noche de la fiesta de Leo en el pub Maelstrom.
-… y, cuando volví a pasar ahora, se me dio por mirar para arriba, y te vi apoyada en la ventana. Entonces me dije “¿Por qué no subes a verla y la invitas a comer?”…-, prosiguió la voz detrás de la puerta, mientras Milly se acercaba a paso pesaroso. La entreabrió, y espió por la rendija con un solo ojo. El visitante inesperado entonces se calló, dando un pequeño respingo al oír que se abría la puerta; pero sonrió y volvió a hablar.
-Sé que es brusco, pero, desde que me acordé de ti, tuve ganas de volver a verte.
¿Podía existir alguien en este mundo que tuviera ganas de volver a verla alguna vez? No podía creerlo. Y, con sólo verlo a medias, recordaba porqué había aguantado al pesado barman del Maelstrom; era del tipo de hombres que le atraían, pero debía admitir que estaba algo cambiado. Abrió la puerta del todo y lo miró bien. Se había cortado la melena, y había cambiado las camisetas negras y los vaqueros rotos por unos pantalones de vestir y una americana, todo en colores claros. Avistaban algunas canas salteadas y un mentón afilado que no había notado bajo la barba que lucía la última vez que lo viera.
Milly percibió como a ese antiguo conocido se le borraba la sonrisa del rostro al ver el interior de su casa, y cambiaba a una expresión de profunda extrañeza.
-¿Qué le ha pasado a tu casa?
-Eh… bueno… He estado fuera… un tiempo.
-¡Ah, ya veo! A mi me pasa a veces cuando me mandan a las provincias…
-¿Ya no trabajas en el Maelstrom?
-No. Hace años que lo dejé, cuando empecé a trabajar en la empresa de mi cuñado, y luego me casé, y esas cosas…
-Te… ¿te has casado?
-Estuve casado. Ahora estoy divorciado… Pero, como mi intención era invitarte a almorzar… ¿qué te parece si nos vamos, y seguimos hablando mientras comemos algo? Si no tienes otros planes, claro…
-Está bien. No tengo… ningún plan...
¿Cómo podían haber pasado años? Al menos tantos como para que un hombre pasara de ser un amante del Heavy Metal a un yupi redomado, casado y separado. Miró sus manos cuando cerraba la puerta de su casa, y vio que las marcas habían desaparecido, aunque todavía persistían algunas arrugas. ¿Lo habría soñado todo? ¿O es que todo el mundo la había olvidado, incluso ella misma, y había dejado de existir hasta que alguien rescató su imagen entre sus recuerdos?
Quizás por esta segunda razón se aferró tanto a ese tal Alejandro al que apenas conocía; y, sin apenas darse cuenta, bajó a la calle junto a él en el ascensor…
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