¡LA CARNE…..!


Patricia era el nombre de la mujer. Había perdido a su esposo. A partir de entonces se hizo una asidua visitante de la iglesia. El sacerdote de la parroquia en su afán de salvar “las almas”, día a día pasaba por su casa y como si fuera parte de la familia, se sentaba a la mesa y compartía el almuerzo, que ella, al saber que él lo comería, se esmeraba en preparar.

Ese día como de costumbre, el sacerdote se sentó a la mesa, dijo una oración, dando gracias al “creador”, a las manos que prepararon los alimentos y una serie de cumplidos que tocaban los corazones de los “humildes” compañeros de mesa, en especial, a doña Patricia, que parada a un lado, esperaba que el padre terminara la oración, llevando entre sus manos un limpio jarrón de vidrio repleto de agua fría, unos dulces y algunas frutas como complemento de la comida.

Finalizada la oración, el religioso se recogió la falda de su sotana, se arrellanó en la silla, invitando a sentarse a sus acompañantes. Tomó uno de los cubiertos puestos con delicadeza a un lado de su plato, echó mano de la cacerola que contenía el arroz cocido y comenzó a servirse, luego la pasó a la persona sentada a su derecha. Asió la otra vasija haciendo lo mismo hasta tomar cada uno de los platos preparados puestos sobre la mesa. Mientras hacía esto, pronunciaba algunas palabras de elogio, haciendo ameno el encuentro y el disfrute pleno de la comida.

La mujer se sirvió y se colocó cerca de la mesa, debido a que la misma resultaba pequeña, con su plato entre sus manos daba respuesta al sacerdote, introduciendo temas que lo hacía reír y con su risa contagiaba a los demás, explotando en carcajadas hasta desternillarse.

Al final del almuerzo, contento, el reverendo salió al patio, tomando una silla, se sentó a la sombra, debajo de la frondosa mata de mango que ella misma había plantado, levantándola con esfuerzos.

La anfitriona con la cafetera conteniendo el café humeante en una mano y en la otra una bandeja con las tazas para servirlo, salió de la cocina mostrando una leve sonrisa, la que se esfumó de repente en el momento que descubrió las manos del sacerdote puestas sobre su hija menor que tenía apenas 17 años, bien criada y exhibiendo un cuerpo en salud envidiado por los hombres. La muchacha subida sobre un alto taburete de madera, trataba de coger un mango maduro que pendía de una de las ramas del árbol, la suave tela de su vestido, aprestado sobre su carne se encogía cada vez que se empinaba tratando de alcanzar la fruta, dejando a la vista del padre todo su atributo y el comienzo de su trasero, cubierto por una pequeña ropa interior que lo dejaba casi al descubierto, mientras que el religioso lo asía, apretándolo con lascivia sobre su pecho.

Doña Paty, como le decían algunos, reaccionó enfurecida, molesta y celosa a la vez, al contemplar aquella escena, “¡Padre!” “¿sé le ha metido el diablo?”, “¿Qué le pasa con mi hija?”, “¿Por qué la toca de esa manera?” Logró decir la mujer, acalorada por la acción repentina del sacerdote. Él, como si algo lo hubiera quemado, quitó sus dos manos llenas de inmundicia del cuerpo calenturiento de la muchacha que, inocentemente, sin entender a su madre, respondió, “El padre me está ayudando a coger ese mango ¡mamá!”, — dijo, señalando el mango colgando aún de la rama.

El representante de la iglesia, avergonzado por su acto y las preguntas de la mujer, sólo logró decir “¡La carne! ¡sólo la carne, doña Patricia!”.



AUTOR: JOSE NICANOR DE LA ROSA.