Todo sobre la muerte del helado

Mientras subía por las escaleras atestadas de apuradas almas, impersonales, como estampidas de ganado y al tiempo en que un bullicio de vendedores ambulantes voceaban sus tentadores productos, me encontré con el cadáver de un helado que se desangraba entre los peldaños. Hacía muy poco que yacía en el piso; la textura y el color indicaba que era de agua y muy probable de gusto a frutillas. Lo del escaso tiempo se deduce claramente porque en medio de tanto peregrinar conservaba su tamaño y su palito a modo de frágil osamenta que sostenía un voluminoso cuerpo inerte.
El deceso se produjo por accidente, un desliz de una mano frágil de un niño, que flameaba aferrado de la otra por una madre pendiente del reloj. Del análisis de la escena del crimen se deduce que su portadora era una niña de no más de cuatro años. Lo de niña, por el sabor a frutillas y lo de la edad porque el tamaño de los escalones no estaban preparados para unos diminutos pies que obligaban a grandes saltos para alcanzar el ascenso.
No quedan dudas de que quiso salvarlo y que en el intento pudo hasta aferrar al palito del suelo, pero que se vio frustrada por un fuerte tirón en su brazo izquierdo infligido por una madre que decidió el abandono del occiso en pos de la salud de la niña. Es un delito culposo, por la responsabilidad que le cabe al adulto cuando accedió al reclamo cómplice de su hija, sin medir las consecuencias que en el tumulto de gente podría tener el desdichado gélido compañero.
La única persona que lo lloró fue la niña, que conservará para siempre en el recuerdo aquel infortunado día en que se le escapó de sus manos su ser mas preciado.

OTREBLA.