Lo más absurdo que el padre Tacho había visto en años era aquella estampa del monaguillo cachetón sentado frente a un tablero de ajedrez con la panza a punto de reventar los pocos botones de su pantalón viejo.
El padre incluso hubiera tomado el asunto como chanza, de no ser porque debía escarmentar a su ayudante al sorprenderlo apostando las limosnas en un juego de barajas con unos sujetos desaliñados que vendían las velas.
Por eso el padre puso frente al monaguillo Onésimo el tablero y le explicó los movimientos elementales del juego de reyes. Además le advirtió que si le hacía mate en menos de diez movimientos, devolvería las limosnas hurtadas y practicaría un beatífico ayuno para purificar su alma “negra de torpedad”.
De modo que el monaguillo se mesaba los cabellos como estropajo, pasmado ante el tablero que le parecía un laberinto cuadriculado. Así que su primer movimiento fue sacar un alfil sin antes hacerle camino con los peones, por lo que el padre devolvió la pieza a su sitio y anotó en su libreta de rayas el primer error de su aprendiz, que ya le había costado cinco Padresnuestros. “Y en la siguiente que la riegues van a ser cinco Aves Marías, hijo”, le confirmó el padre Tacho, tapándose la boca avejentada para no sonreír.
“Pos si está re difícil, padre, mejor mándeme pa mi casa pa que mi abuelo me sorraje unos buenos cuerazos y ai que quede en santa paz”.
“¡Qué cuerazos ni qué carámbanos! Por eso estás como estás, hijo, todo menso, por no cultivar ese músculo de tu cabezota que tienes ahí nomás guardado a lo tarugo. ¡Ándale, ándale, saca ya un peón…!”
Onésimo avanzó un peón como Dios le daba a entender, ante lo cual el padre Tacho abrió el espacio para alinear un alfil sobre la presa. Onésimo adelantó otro peón hasta el extremo opuesto del tablero, a lo que el padre respondió fijando su alfil en el punto preciso para llevárselo.
Onésimo brincó una torre a la mala y consiguió una tanda de Aves Marías junto con un zape, “que no es golpe, hijo, sino un correctivo para que te fijes bien cuando te explico las cosas”.
Onésimo no decidía cuál peón sujetar mientras le escurría el sudor por sus cachetes colorados. Por eso el padre Tacho le aplicó cinco oraciones para el Ángel de la Guarda, y una para el Santo Niño.
De modo que el monaguillo sujetó con su mano temblorosa otro peón y lo puso que ni mandado para que se lo embutiera un caballo en dos brincos. Pero antes el padre se fue con su alfil sobre la presa indefensa y apuntó hacia la torre, a la cual el monaguillo no se le ocurrió proteger.
El padre Tacho se restregaba las manos viendo de soslayo el rostro cacarizo del discípulo a quien recibiera dos años antes a causa de los ruegos de una señora macilenta envuelta en su rebozo, quien le suplicaba encarecidamente que lo tuviera bajo su cuidado, “pos pobrecito, ansina como asté lo ve, no se merece el padre que Dios le mandó… la virgencita me perdone, padre, pero mejor que mi chacho le ayude en lo que su mercé considere a que se quede en el jacal nomás a recebir chicotazos…”
Por eso el padre recibió al muchacho arisco más interesado en corretear a los becerros cercanos a la parroquia, que de la mínima instrucción repelida por “su áspero entendimiento”.
El lamentable juego de ajedrez se realizaba junto al altar, en una mesita improvisada anexa al San Martín de Porres esquilmado, bajo unos relieves que evocaban escenas de los evangelios. Algunas palomas aleteaban en ratos junto a unos vitrales de colores donde se filtraba la luz del mediodía; a lo lejos se escuchaban rebuznos de burros acalambrados por el esfuerzo, y algunos cacareos de gallinas cluecas.
El padre Tacho era excéntrico pero no abusivo, por lo que se desentendió de las demás piezas del monaguillo, al que le permitió hacer unos quince movimientos más.
Todo terminó cuando llegaron dos señoras a confesarse: una anciana apoyada en un bordón lustroso, y una mujer cincuentona con los cabellos reducidos en un chongo bajo el velo.
Las visitantes entraron en la iglesia y se persignaron sin reparar en el padre y el monaguillo en su reducto. Entonces el sacerdote consideró terminada la primera parte de la penitencia de Onésimo, al que aún le quedaban suficientes oraciones para redimir su alma hasta en dos vidas naturales.
“Bueno, hijo, vamos a dejar las cosas por la paz en vista de las circunstancias… A ver, ayúdame a guardar las piezas. Luego le das su buena limpiada a los angelitos del retablo, que hasta pecosos están de las suciedades de las canijas moscas. Y ya en la tarde te quiero aquí bien limpiecito para que le entres a los rezos, a ver si así se te quita lo malora hijo, ¡ándale, ándale, que ya vienen las señoras…!”
“Ya ve, padre, ¿no le digo?, ni siquiera me enseñó el jaquete mate ese, y ya le bulle pa que guarde los monos, ¿no le digo…?”
El padre Tacho recibió el último reclamo de Onésimo cuando apenas se ponía de pie, luego de alisarse la sotana y de sonreírle a las damas que lo descubrieron ocho bancas atrás. Por eso le recetó al monaguillo un rosario completo que apuntó en su libreta, en un postrer rapto de piadosa inspiración.
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