“LA VIEJA DE LOS PERROS”
Nadie en el barrio, ni los más antiguos recuerdan cuándo llegó doña Menche por esos lados. De edad indefinida, sesenta o setenta años, tal vez más, tras sus grandes arrugas sembradas de dichas y penas su rostro nos decía que en su juventud debió ser muy hermosa. De cuerpo menudo y delgado se esforzaba por caminar erguida abandonando un viejo bastón que rara vez usaba. Siempre la vimos, tal vez en un intento de detener el paso del tiempo, con una suave sombra celeste bajo sus ojos, rímel en sus pestañas y algún polvo que coloreaba sus mejillas. No pintaba sus labios.
Vivía al fondo de un sitio eriazo en un humilde rancho, de no más de dos habitaciones, forrado de latas y calaminas, y muchas, muchas macetas con flores y hierbas de la estación que rompían la monotonía del lugar. Y, esto es lo especial, una docena o más de perros de raza indefinida, además de cinco o seis gatos de igual estirpe. De allí nació el mote de “la vieja de los perros” con que nos mofábamos los muchachos de la cuadra.
En presencia de doña Menche los perros eran mansos y juguetones. Muchas veces la pelota con que jugábamos en la calle caía en su sitio y, traspasando algo que quiso ser una puerta, podíamos rescatarla sin problemas rodeados de decenas de rabos que nos saludaban.
De pocas palabras y una cierta tristeza que arrastraba, sabíamos que vivía de una pensión, tal vez por vejez o de algún esposo desconocido. Alguna vez mencionó a una hija, pero jamás la vimos ni a nadie que la visitara.
Los primeros días de cada mes la veíamos salir emperifollada y con sus mejores ropas en dirección a la oficina de pagos. Y esta era la única ocasión en que salía sin sus perros. Si se trataba de ir al almacén de la esquina, a la carnicería donde le regalaban restos para sus canes y gatos, a la feria libre de los jueves donde conseguía verduras para una “sopita para sus regalones”, etc. iba con su jauría que, muy respetuosos y ordenados, no molestaban a nadie. Salvo la protesta de otros perros que desde sus casas retaban, en un concierto de ladridos, a esta procesión insolente desde sus puntos de vista.
Un día de invierno notamos su ausencia. La noche anterior se escucharon gemidos y algunos aullidos sofocados. En el sitio no se veía ninguno de los perros. Al día siguiente alguien llamó a la policía. Cuando ingresaron a la choza la encontraron muerta en su cama. Sus perros y gatos la cubrían intentando, tal vez, guardar el fuego de su ama que se apagó inexorablemente.
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