EL VIEJO… (CUENTO).
Cada vez que se sentaba en su hamaca por la noche a ver las estrellas, prendía su cigarro y soñaba despierto; el cielo era su cobijo; estrellado, lleno de constelaciones y nebulosas, en el se paseaban de un lado al otro coqueteantes las estrellas fugaces, saltarinas alegres; era una pirotecnia sin sonido, que solo cabe en la imaginación, por tanta belleza que irradiaba. La vieja hamaca enganchaba de dos sogas mugrientas de cabuya, colgaba de un par de troncos negros y apolillados que sostenían la cabaña, en esta se podía divisar un pálido resplandor de un raído farol de alcohol, que alumbraba para no tropezar. Una cocina de leña humeaba de rato en rato, como haciéndose presente para no ser sacada del cuento, mientras un gato oji azul hacía run, run, al filo de las cenizas junto a su dorado y brillante amigo, el perro. La mirada perdida del soñador, se metía entre los árboles y el riachuelo, de cuando en vez, como buscando algo guardado, hace tiempos olvidado, recuerdos de la infancia ya muy lejana, recuerdos que lo hacían vivir. El riachuelo le acompañaba con su canto, mismo que robaba en cada charco un trozo de cielo, miles de estrellas que se enjugaban en sus aguas y revoloteaban al caer de una hoja… No había más luz en la montaña que la de las estrellas y el viejo farol. Quedose dormido con la paz del gorrión en su nido; cual perro en los brazos de su amo; mal acomodado, con la cabeza guindada, jadeando; los brazos en completo divorcio el uno con el otro caían hacia el suelo, mientras su pierna que escapó del abrigo del haraposo poncho, colgaba, al extremo del calambre… ¡Era una postal!! La cabaña, el gato, la cocina de leña, la canasta de yute con el queso de cabra que pendía de un hilo de la viga más alta, la tela araña cual arco iris que cuelga de los tumbados; el baúl de madera, la hamaca y el viejo bajo las estrellas, tapado con su harapiento poncho, mientras la cabaña emanaba un hilo de humo, de una ceniza que abriga a una vieja amistad, perro y gato. Si la cabeza creciera por tantos recuerdos, el viejo sería un globo terráqueo; los mejores sin duda, estaban en su juventud. El oso y el lobo eran sus amigos, cuidaban de él, custodiaban su casa. Se volvió solitario de la noche a la mañana, “nadie sabe qué pasó”, nadie quiere preguntar, nada hay que averiguar… De niño jugaba con el columpio que cruzaba el río, columpio de más de seis metros de alto que bajaba desde la montaña rasante hacia el suelo, elevándose al pasar el río, llegaba al otro lado tocando la copa de los árboles; en los días de sol, se dejaba caer, zambulléndose a la profundidad de sus cristalinas aguas, jugando con los peces. Dicen que envejeció de repente; dicen que la alegría se le fue como la noche, pero no volvió al acabarse el día. Viejo barba espesa, ojos de mirada firme y profunda; estatura más que moderada, entre blanco; manos suficientemente grandes como para tomar una calabaza con una sola de ellas, nariz afilada; gustaba vestir chamarras de cuero, votas hasta las rodillas, brillantes pero enlodadas, pantalones anchos arriba de la cintura; su caminar calmado y su buen humor lo acompañaban a donde iba; en el pueblo, movía la cabeza para abajo, inclinaba su cuerpo, alzaba la mano; conocido y querido por todos; entraba rodeado de niños, que le alborotaban y le pedían, se sentaba en la pileta de la plaza, y se ganaba la atención de todos… rubios, negros, blancos, colorados, flacos y gordos, boquiabiertos iban hilvanando palabra por palabra que salía de su pequeña boca, la que en medio de tan espesa barba, casi no se dejaba ver; era feliz el hombre, dueño de su tiempo y de su libertad.
Cuando salía del pueblo acompañado de su fiel y lanudo amigo, lo hacía cantando, silbando una vieja canción se iba alejando, tras de él, quedaba una estela de paz. Nadie la conoció, nadie supo ni siquiera como era, nunca la trajo al pueblo; sin embargo, era la más bella, no había mujer que la iguale en el mundo; decía que es un ángel que Dios le mandó del cielo, pero no era un ángel cualquiera, era un ángel que Dios lo tenía, guardado, escondido celosamente. Cuando el viejo hablaba de ella, se podía ver los ojos de quienes lo escuchaban, ellos destellaban luz, pues la descripción física y espiritual simplemente, era subliminal. Las ropas que le llevaba, las hacía traer de la capital, no eran ropas cualquieras, eran finas cedas de colores vivos y discretos, de colores dignos de una dama; bellos vestidos elegantes, suaves y delicados.
Con mucha alegría y confraternidad, se hacían los preparativos para la fiesta del pueblo, fiesta a la cual con mucho placer, fue invitado, invitación que la recibió con mucho agrado, prometiendo que esta vez, si le traería a su amada, con quien iba a bailar el vals de la casa nueva, ya que había terminado su nueva cabaña, la cual, era el palacio que le había prometido a su reina.
Se acercaba la fiesta que con tanto afán habían preparado todos en el pueblo; el viejo mandó traer un especial vestido para su amada; joyas, retoques y ajuares, quería que todo el pueblo admire a tan bella dama, y que vean, que él no exageraba. El día llegó; el pueblo lucía como nunca, adornado de pies a cabeza, lleno de alegría y fulgor; se escuchaba por doquier la risa de los niños, la alegría era contagiante para propios y extraños. El día se fue y llegó la noche, todos estaban pendientes de la entrada de su especial invitado y su peculiar compañera, pero la noche transcurrió, se fue desvaneciendo, y nunca llegó… Al día siguiente muy presuroso y desconcertado, entró al pueblo sin ver nada ni a nadie, se dirigió a su única droguería, habló con el doctor y salió en presurosa carrera con su morral lleno de jarabes y menjurges. Pasaron algunos días sin que el viejo visite el pueblo, hasta que cierto día llegó, silbando y cantando como siempre; dijo que su mujer enfermó, pero que gracias a Dios, estaba ya recuperada y tranquila; se dirigió nuevamente a la droguería, habló un par de palabras con el doctor, le pagó, y se retiró; se dirigió como nunca a la cantina, pidió un vaso muy grande de cerveza, y muy feliz, se lo engulló, haciendo saber a todo el pueblo, que saboreaba tan delicioso potaje… el eco retumbaba no solo en la cantina. Salió muy contento del lugar e ingresó a la oficina de diligencias, a la oficina encargada de los carruajes, en donde dejó todo listo para realizar un viaje con su amada, viaje a la capital, para que entre otras cosas le chequee un médico, pues a pesar de estar seguro de la exitosa recuperación, no estaba por demás aprovechar un paseo para hacerle revisar con un renombrado médico alemán. Efectivamente; el día y hora señalados para el viaje estuvo una hora antes en la oficina de diligencias, con las maletas suyas y de su amada, las cuales las embarcó en el carruaje, pidiendo a su cochero, les recogiera más allá, a su paso por el camino. Pasaron quince días sin que se le viera al viejo por el pueblo, todos comentaban; ¿y cómo sería su mujer?, ¡será tan bella como dice!... Al día siguiente, hizo su arribo el individuo en un muy elegante carruaje, no antes visto en el pueblo, carruaje que lo había rentado en la capital. Todos se acercaron con la novedad de lo visto, y sin saber quién venía dentro; al ver que era el viejo, todos los curiosos murmuraron, ¡Sí!, viene con su esposa, por fin la vamos a conocer… El viejo bajó del carruaje, traía el rostro muy contrariado y serio, no saludó, a pesar que todos le rendían pleitesía; no bajó nadie más del carruaje, ni las maletas siquiera. Se dirigió a la oficina de diligencias dando pasos muy firmes y fuertes, entró y vociferando reclamó; le habían dejado tirado en el camino, y no pasaron por él y su amada, por lo que tuvo que mandar un emisario a caballo a todo galope, a que contratara un coche particular para que los lleve a su destino. El hombre podía matar de las iras. Todo el pueblo se enteró de su reclamo, y tembló con su ira; nadie lo había visto así jamás, siempre le conocieron como el viejo amable y cariñoso, sonriente y generoso, personaje que a todos motivaba perdonar y a ser felices, pero esta vez, le tocaron a su amada… A los pocos días llegó un telegrama para la bella dama; todos murmuraban de su existencia y esperaban algún momento poder conocerla; llevó el viejo el telegrama y a los días de esto llegó una carta, carta retirada por el mismo viejo en persona, quien la abrió ahí donde la recibió; después de leerla en vos baja, la volvió a leer como que quisiera que todo el pueblo se enterara; los exámenes de su amada daban muy buenas noticias, ella no tenía nada, gozaba de una salud de quinceañera.
-“Estimados señor y señora Banset… por lo dicho, me despido de Ustedes muy atentamente, con el placer de reiterar, que la señora Banset, no sufre de ningún mal… Dr. Blanquerfel ”. Para festejar la noticia, el viejo invitó a todo el pueblo a la cantina, y a los niños a la heladería; pidió se les de helados a los chicos, y repartió cervezas a todos los demás; brindaron a la salud de su amada, prometiendo, muy pronto traerla a pasar unos días en el pueblo. El viejo estaba radiante de felicidad, no le cabía más alegría en el cuerpo, era como que si su amada hubiera resucitado. Pasaban los días y el personaje visitaba el pueblo cada vez con menos regularidad, se proveía de alimentos y suministros y se regresaba a su edén en donde disfrutaba de la compañía de la mujer que era todo en su vida; nadie en el pueblo sabía exactamente en donde vivía, cada vez que salía hacia las montañas, tomaba diferente rumbo, pero siempre cantando y silbando, sonriéndole a la vida por lo que le ha dado. Su cabaña estaba ubicada en medio de las montañas, en un lugar que realmente era un paraíso. El amanecer en el lugar, era como estar en el cielo; los peces saltaban en el arroyo, los pájaros cantaban cada uno su canción al unísono, trepidando de rama en rama en los gigantescos arboles, los que dejaban pasar los rayos de sol como filtrándolo, convirtiéndose en una película proyectada por Dios. Los animales uno por uno salían de sus madrigueras; conejos, osos, venados, caballos salvajes, ardillas, un sinnúmero de hermosas criaturas que bajaban en busca del alimento diario; se acercaban a la cabaña como invitados a desayunar, el viejo les dejaba sal y panela en diferente lugar para cada uno de ellos, en pequeñas porciones que les hacían quedarse como esperando más; era un espectáculo ver a todos ellos juntos, amigos y enemigos por un mismo propósito. Por su parte, las aves revoloteaban sobre la cabaña exigiendo lo suyo, cantando y saltando, como ganándose el alimento… El viejo se extasiaba con el espectáculo, no había para él mayor satisfacción, y no había mejor regalo para su amada, quien desde su suave catre, decía disfrutar de sus visitantes, pues todo esto lo hacía por ella. Cuando el sol se perdía tras la montaña, emanando sus rayos de luz en forma horizontal, el viejo se preparaba para en la ausencia de la luz, y en el acomodo de su amada, hacer sonar su harmónica; entonaba bellas y dulces melodías, decía que su amada no podía dormir, si él no entona para ella una canción. Los búhos acompañaban al músico con su singular ulular, sonido que es escuchado de ocho a diez kilómetros a la redonda, siendo cada uno de ellos diferente, pues se puede reconocer el sonido de uno en particular; todo esto mientras decenas de animales nocturnos, se reúnen a escuchar la dulce melodía, los que solo se iban, cuando la harmónica dejaba de sonar. El viejo tocaba el instrumento que parecía que salía el sonido de las entrañas de la tierra, un sonido que penetraba en los huesos, que embriagaba el corazón. Así pasaba su vida el personaje en compañía de su único amor; una vida sin igual, una vida de placeres naturales, de éxtasis de viento y de sol.
En el pueblo se hablaba de él; un personaje tan humano y tan místico, un personaje que nada quería saber, para él todo estaba bien, no renegaba de nada ni de nadie. Sus historias enloquecían a chicos y grandes en el pueblo, a su llegada, era como que llegaba el teatro con un solo actor, un solo actor que armaba en su tarima, relatos de amor, aventuras, y emociones que hacían volar la imaginación de quienes se posaban a su alrededor.
Un cierto día el viejo llegó al pueblo, se le veía desmejorado, no era el mismo de antes, todos se preguntaban qué le pasaría, qué estaba ocurriendo con él; nadie se atrevía a preguntar, pues sabían, no le gustaba hablar de él, no atinaban la manera de ayudarle. Solo, por su propia voluntad, se dirigió a donde el doctor se encontraba, este lo examinó, y le pidió que se quedara, pues necesitaba descansar y tomar algunas medicinas, para hacerle una posterior evaluación; como era de suponer, el viejo no aceptó, y se marchó, le esperaba su amada… En forma sigilosa, muy sigilosa, el doctor, sabedor de su delicado estado de salud, lo siguió sin que él ni su perro se den cuenta; no sé si esto hubiese podido ocurrir si hubiese estado en entero estado de salud, pues nadie nunca pudo seguirle, si bien por él, si bien por su astuto animal, quien ahora solo tenía que cuidar de él.
El doctor dejó que el viejo entre en su cabaña, y muy cauteloso se acercó; el perro no puso reparo, pues al parecer, entendía lo que sucedía, permitiendo que el extraño se acerque. Refunfuñó y maldijo, pero al final asintió; al parecer las fuerzas no le permitían tal desgaste; el doctor le dejó las medicinas y le puso unas inyecciones, retirándose a su casa tranquilo, sabía que se iba a recuperar. A los pocos días se le vio de nuevo por el pueblo; entró cual extraño, sin cantar ni silbar, ya no le acompañaba su perro, los niños se le acercaron, pero así mismo se alejaron de él, decían que él no era quienes ellos conocieron, quien contaba sus historias y les hacía viajar. Se dirigió sin cruzar palabra, compró algunas cosas y se marchó; todos en el pueblo quedaron sorprendidos y preocupados no sabían que era lo que pasaba. Empezó a bajar con más frecuencia, pero era un ser inerte, desconocido, era un ser que no hablaba ni miraba, era como que se le había cambiado el alma; se volvió solitario de la noche a la mañana, envejeció… “nadie sabe qué pasó”, nadie quiere preguntar, nada hay que averiguar.
El doctor, única persona que conocía su cabaña, se dirigió en compañía de algunas personas del pueblo, quienes preocupados por su amada, insistieron se haga el viaje, pues hace días estaría abandonada y sin saber el fin de su consorte. Llegaron a la cabaña, colgaba del palo más alto la canasta con queso de cabra, la hamaca y el viejo poncho, el gato, quien solitario maullaba, y para sorpresa de todos quienes por primera vez venían, un tronco, vestido con un hermoso traje, fino, digno de una dama… ¡su amada!, esa era su vida, vida que murió, cuando él despertó. Dijo el doctor que él no era quien, para truncar los sueños de un loco, loco que ahora para desgracia de él despertó, volviendo a la realidad, a su realidad.
Su amada murió, su amada ya no está, su mente se vació y se llenó con recuerdos y dolor; nunca más subió a las montañas, se sentó en la banca del parque como queriendo morir. Los niños le pasaban comida y agua; pasaba así, con la mirada perdida, con la mente ya no en otro mundo, con la mente en este mundo; solo murmuraba: “MALDITO EL DÍA EN QUE DESPERTÉ”. Nadie sabe qué pasó; nadie quiere preguntar, nadie quiere averiguar. Fin…
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