Hacía tiempo que no le veía, lo recordaba como un hombre recio, en el que no tenía cabida la poesía, intrépido, audaz y un poco engreído; nos llevábamos bien, hasta podría decirse que éramos la misma persona.
Aguantábamos todas las farras, la noche parecía no tener fin y la apurábamos hasta la última gota.
Nos gustaba cortejar a las chicas, sus rechazos nos daban risa y buscábamos, casi instantáneamente, otro puerto donde anclar y seguir la juerga.
Él siempre había sido un poco revolucionario; tu decías negro, el te respondía blanco, solo por llevar la contraria y hacerse el independiente.
Casi nunca nos parábamos a tomar un café o leer el periódico, cosas más urgentes se nos ofrecían, como pirar en la clase de matemáticas e irnos al bar, a jugar al billar o a las cartas.
Nuestro horizontes no eran un fin o una prueba de belleza y melancolía; eran solo una marca, una imagen que se podría alcanzar fácilmente y conducirnos hacía otro destino.
Yo estaba impaciente, había seguido al pie de la letra las instrucciones del doctor, los últimos cuatro meses y estaba en condiciones de enfrentarme a mi pasado y saber como le había ido la vida.
El día señalado pase por la farmacia, me compré un protector solar (la primera vez que lo hacía) y me dirigí al lugar de la cita; la Escalera nueve, que me recordaba al protagonista de “Volver a empezar”.
Bajé a la arena, extendí mi toalla y me desnudé pausadamente.
Como solía hacer tomé un largo baño, peleándome con las olas y la resaca.
Tumbado bajo unas nubes que casi no dejaban pasar el sol, esperé durante horas en la solitaria playa; era septiembre, ya se habían ido los últimos turistas, ni un mal vendedor de cervezas cantaba esas antiguas letanías de agosto, “Fanta, Coca-Cola, almendras garrapiñadas, cerveza" (la San Miguel y la Heineken todavía no habían acaparado el mercado), que inundaban la playa de verano, con las avionetas-anuncio y el olor a tortilla.
Recogí mis cosas y volví a casa, después de bañarme para desprenderme del salitre y los últimos granos de arena, miré al espejo, con la esperanza de verle otra vez.
Todo era mentira, mis noventa kilos no eran los de antes; ante mi se reflejó la cruda realidad, el régimen había surtido efecto, pero solo en la balanza.
Él, nunca volverá.
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