Hace años que no pasaba por esa calle. Ya la había olvidado a ella, que sentada en su silla de paja, acuna a sus dos peponas con la misma indiferencia de siempre. Es la niña tonta, la discapacitada, la que nunca pudo ir a escuela alguna porque en su ingeniería genética alguien olvidó colocarle el entendimiento. ¿Se perdió mucho o no se perdió nada? La respuesta no es fácil, ya que el mundo es tan complejo que una respuesta concluyente sería un verdadero desatino.
Su rutina es siempre la misma: sentada en su silla con sus dos muñecas grotescas y sonriendo por una razón inentendible. Sus padres, ancianos ya, la acomodan en la puerta y la dejan mirando al vacío mientras ellos tratan de hacer algo por sus vidas, acaso igual de vacías y rutinarias.
Pasé hoy por su lado y nada ha cambiado. Acaso está más gorda y grotesca, sus muñecas de trapo, más sucias y ajadas, el tiempo pasa para todos, incluso para esa oquedad de su mente que nadie se ha empeñado en llenar.
Tendrá ya más de cuarenta y tantos años, edad en que las demás mujeres ya tienen sus vidas resueltas, ¿quién sabe cómo se resuelve una existencia? Ella y sus muñecas, estropajos mugrientos, tales como esos hijos sin destino, que yacen a su lado, como un sucedáneo de una maternidad fallida. ¿Se sentirán los padres abuelos de aquellos despojos? Aún más, ¿querrán a esa mujer perdida en sus sombras como una hija legítima o se reprenderán entre ellos por no haber sido capaces de engendrar a una princesa?
Acaso pase por allí en un año más. O en diez, si la vida me lo permite. ¿Quién se hará cargo de ella cuando sus viejos padres ya no estén? ¿Un hermano? ¿Una prima? ¿Un hogar para enfermos mentales? Nadie lo sabe. Quizás ese hipotético día en que pase por su puerta, sólo encuentre a un par de despojos a la orilla de la vereda, ya huérfanos de todo, hijos espurios de un desorden que nadie quiso, pero allí persistió y sobrevivió, como muchos otros misterios de nuestra paradójica existencia.
|