No somos pocos los que tendemos a discriminar a la gente y eso pareciera ser parte de nuestra idiosincrasia. Una persona bien vestida debiera ser un gerente, un empresario, alguien pudiente. Un ser despeinado, con hilachas en su vestimenta y algunas manchas como galones, vendría siendo un ser de poca monta, un rebelde, un anarquista o simplemente un pobretón de escaso vuelo. Eso, a una primera mirada ya que los dones o la ausencia de ellos pueden aquilatarse un instante después, cuando el individuo aquel, ataviado o zaparrastroso (¿o es zarrapastroso?), abre su boca para decir algo.
Contaba mi madre, Miss Marple para ustedes, que antes, un profesor debía vestir con decencia, sin tachas ni arrugas en su vestuario. Como siempre, ellos ganaban una miseria, así que no era raro que por las noches restregaran en el lavamanos su única camisa y plancharan su pantalón de parada, acaso un tanto lustroso por el uso, pero sin arrugas que desmedraran su dignidad.
Y así ocurría con toda esa clase modesta, pero precariamente acomodada, que salía todos los días muy elegante, pero “con las mismas tiras de antes”, como me tildó cierta vez un compañero de curso, viéndome con el mismo ternito de todos los días, ahora más limpio y pasado a Varsol, con ocasión de nuestra licenciatura de segundo medio. Era mi único atuendo formal y no había caso de tener otro, por lo que recordé ese comentario, sin rencor, aunque siempre aguijoneando un poco mi epidermis de índole proletaria.
Contaba mi madre que la pobreza era algo casi transversal en la sociedad, ya que el rubro vestuario era demasiado oneroso. Aún no se creaban las tiendas de ropa usada, así que vivir de las apariencias u ocultar las carencias lo mejor que se pudiera, era algo que se ejercía con mucho arte. Una vez descubrimos que Enrique Maluenda, en ese entonces novel animador de radio, le había mandado a colocar media suela a sus zapatos, y eso lo descubrió mi madre desde la orilla del levantado escenario.
Mi padre, que nunca fue boyante en el término exacto de la palabra, jamás dejó de usar su terno, su corbata y su sombrero a lo Frank Sinatra sobre los ojos. Ni siquiera cuando trabajó en una metalúrgica ni siendo un simple acomodador de cine, de lo cual me enorgullezco de sobremanera, ya que nunca nos faltó el pan ni lo más necesario en nuestro hogar.
Sirva todo este prolegómeno para referirme a un señor que tocaba el piano en pleno centro de la capital, ataviado con ropas menos que modestas y cubierta su honra con una frazada que lo transformaba en sacerdote, el jefe de alguna secta o un simple cristiano huyendo en paños menores de un feroz terremoto. El señor en cuestión, que algunos aducen que es un ser en “situación de calle” como eufemísticamente le llama el gobierno a todas las personas que no tienen ni hogar ni una ocupación y que viven al garete entre la marea humana que pasa por y sobre ellos, como si no existieran realmente.
Este señor, probó primero las teclas como lo haría cualquier rapazuelo, con un dedo a la vez y mirando con desconfianza a su entorno. El piano aquel se encuentra ubicado en pleno centro de Santiago, para que la gente haga uso y abuso de él, que es lo más común, ya que en nuestra patria no florecen a cada rato ni los Claudio Arrau ni los Roberto Bravo. Pues bien, el señor desarrapado y cubierto con la mencionada frazada, comenzó de pronto a tocar a dos manos y con cierta maestría una hermosa melodía popular “Alguien Cantó” de Matt Monro. Sus dedos se desplazaban con finura sobre el teclado, ante la mirada absorta de los que contemplaban la escena.
¿Quién era él? Me pregunto ahora, mientras las notas de la pegajosa canción aún vibran en mis oídos. Y su historia, que imagino fabulosa, siendo consecuente con lo expresado al principio de esta narración, se transformó de inmediato en algo bullente de magia. Ya no vi a ese señor con sus andrajos, sino que vestido de gala, sonriendo a los que contemplan a media luz sobre el escenario su gallarda estampa, mientras sus dedos invitan a las teclas a dibujar en el aire neblinoso, una canción de amor…
|