VOCACIÓN DE POLICÍA
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Cuando esos hombres saltaron desde el tapial al patio trasero, él ni se movió del rincón donde estaba durmiendo, sólo levantó la cabeza porque simplemente entendió que algo raro estaba pasando por ahí. Cuando unos borceguíes rápidos y sigilosos le rozan el hocico, no les tiró el tradicional tarascón que obviamente se espera de un buen perro guardián, no, nada de eso haría. Y cuando enseguida sorprenden a su dueño profundamente dormido y después de la requisa se lo llevan esposado y a los empujones, solo agitó su cola cortita como tímida señal de una ansiada despedida de ahora y para siempre. Es que él no movería un solo músculo más por ese delincuente que pretendía ser su amo y señor. El que lo entró de la calle engañándolo con un irresistible hueso para dejarlo encerrado en ese auténtico aguantadero que era su propia casa. Obviamente este hombre estaba necesitando que un esbirro suyo ladrara al menor ruido que viniera sospechoso desde allí atrás, y poder escabullírsele así por sobre los techos a esa misma policía que lo tenía al jaque en cada operativo de rutina que realizaban. Esta sería específicamente su función de astuto perro, darle la alerta pronta en el momento justo. Un trabajo de esmerada atención por el lastimoso sueldo de un plato al día con sobras de comida cuando le quedaba algo para tirar. Y si es que estaba en casa, porque no era la primera vez que lo levantaban como demorado en averiguaciones, varias tuvo que quedarse rumiando su hambre a la espera de que un piadoso vecino se involucrara tirándole un poco de comer por sobre una de las medianeras que lo separaba de esas calles que de alguna manera siempre le proveía algo. Aguantaba estoico porque secretamente tenía la mejor razón para demostrarse a sí mismo un temple a toda prueba; el sentía que por sus venas corría la misma sangre que debía tener de un buen perro de policía. Entonces jamás sería ser un servil alcahuete ni un buchón de cuarta a quien lo tratara así, y menos a delincuente de esa calaña. Es verdad que no ostentaba el privilegiado pedigrí de un buen pastor alemán que bien entrenado mete miedo a cualquiera, pero él, guardaba lo suyo. Porque sin lucir el distintivo uniforme que lo acredita así, ese lustroso manto negro siempre echado sobre un descendiente lomo hasta sus bajas ancas, la cola ancha cayéndole armoniosamente hasta el suelo, como tampoco los mismos ojos vivaces y sus orejas levantadas como radares, él retenía en su fea cabezota más información confidencial que el mismo servicio de inteligencia estatal. Ya desde cachorro nomás se diferenciaba de sus compañeros por esta virtud casi humana. Nadie como él recorría el barrio entero y husmeaba el peligro por ese olor particular que tan bien sabía captar. Llevaba fichado a cada vecino en el mismo lugar que vive, con su respectivo carácter y comportamiento habitual, pero más que nada su máxima atención la ponía en esa extraña gentuza que irrumpe de pronto la zona ocultando sus muy bien aviesas intenciones. Digamos, amplio conocedor de esos sitios donde la droga se traduce en robos y muertes, en peleas y ajustes de cuentas por nada, de toda guarida en que estos desquiciados viven por y para a el delito mismo. Lamentablemente, de todas estas malandanzas estuvo al tanto, menos de esa trampa en que cayó por el hambre mismo. Ese hambre que ese maldito día le había anulado el fino olfato al peligro y cayó redondamente en el lugar equivocado. Pero lo hecho, echo estaba, por eso ahora todo era cuestión de esperar un descuido y escapársele entre las piernas a ese mal nacido de su apropiador. Esta primera oportunidad la tuvo el día en que volvió absuelto y con toda la saña del mundo se la emprendió con él:
“¡Pero nunca vi un perro tan pelotudo, carajo!... ¡Para que te tengo si no me servís para nada!... “¡Y te digo esto: Zafé, pero si caigo en otra razia por desprevenido cuando vuelva ahí nomás te meto un tiro en la cabeza y me consigo uno de pura raza que seguro tienen más seso que vos, inútil de mierda”... Y le calzó una tremenda patada en plena panza que por vacía le sonó como tambor viejo y desinflado… Y ahí lo dejó tirado, sin más hambre que canjear con ese estómago tan reventado por inepto e inservible. Largando borbotones de baba y sangre por la boca, agonizando, abandonado como perro común atropellado por un coche en plena calle, y sin nadie que por amor a los animales se acercara a socorrerlo…Muriendo solo, en silencio, sin sirenas ni asistencia pronta a su alrededor. Lentamente, pero orgulloso de su noble actitud. Como el mejor perro de policía por convicción propia. Dando su vida en pleno servicio activo por esas calles del peligro…
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