La carrera espacial entablada entre Estados Unidos y Unión Soviética durante los años sesenta, fue presenciada por millones de personas, cada cual imaginando mundos a su manera y diseñando para sí un futuro inimaginable hasta esos momentos. Yo también fui un espectador interesado que aguardaba algo excitante.
Se aprestaba a iniciar su vuelo aquel ya mítico Apolo XI cuando supe por la Voz de América, radio que yo recibía en onda corta, que se efectuaría un concurso en que se entregaría un sello alusivo a la odisea espacial a los primeros cien auditores que enviaran un correo a tal parte. Así lo hice, esperanzado de recibir aquella estampilla y, de este modo, poder alardear con ella durante todo lo que me restase de vida.
La gracia de dicho sello era que sería acuñado con una matriz que viajaría a la luna, lo que le otorgaba al asunto un innegable suspenso, pues nadie garantizaba el regreso de los cosmonautas. Uno imaginaba que podrían encontrarse con extrañas y peligrosas criaturas que bien podrían poner en duros aprietos a los audaces navegantes espaciales. De ser así, jamás tendría mi sello.
Por lo tanto, durante todo ese tiempo, anduve en vilo, temiendo la cancelación del vuelo o cualquier otro grave inconveniente que abortara todas mis expectativas. Como se puede deducir, rondaba mis huesos un egoísmo tan extremo y ridículo, que hoy me avergüenza en grado sumo.
La aventura se hizo efectiva a mediados de 1969 y todos pudimos ver por las pantallas de la TV en blanco y negro el arribo de la nave a nuestro arenoso satélite natural y era para mí y para todos un exitoso programa de ciencia ficción en vivo y en directo, con un final incierto, dado el desconocimiento de la luna. Mi sello se debatía en el suspenso más absoluto y yo tragaba saliva y transpiraba helado ante la peligrosa aventura que se desarrollaba en la pantalla del televisor.
Semanas después, el cartero golpeó a la puerta de mi casa y me encontré con un correo proveniente de Estados Unidos. Sentí que me mareaba mientras rompía el sobre ya sin resuello. Allí estaba mi sello, con su respectiva esquela, un pequeño paso del hombre que alcanzó para colmar mis expectativas.
Con los años, surgieron las descarnadas hipótesis que aventuraban que el hombre jamás había viajado a la luna, que todo había sido un montaje para desalentar a los rusos. Me resultaba y me resulta inconcebible que se haya montado una farsa millonaria, por el sólo hecho de querer transformarse la nación del norte en una potencia invencible. Se especulaba que el gran cineasta Stanley Kubrick había estado a cargo de todo, creando la escenografía de todo aquello que nos conmovió en demasía.
Yo había colocado mi sello en una página de compra y ventas en Internet, valorando mi sello en cien mil pesos. Antes de saber toda aquella conspiración de la que todo el mundo se refería, calculaba yo que lograría un muy buen precio por este testimonio. En cambio, según un filatélico que conocía de estampillas, mi sello no valía un peso. No me dolió tanto esta evidencia, como su risa burlona.
Tomé pues el sobre con esa esquela que me ilusionó durante tantos años y lo rompí con una furia desatada, de hombre engañado. Algo de dignidad había en esta manifestación y si bien, me costó recuperarme del todo, una extraña sensación de libertad se aposentó en mi espíritu.
No pasaron dos días cuando, revisando mi computador, me percato que un señor estaba dispuesto a pagarme los cien mil pesos solicitados por mí, por ese, según él, valioso testimonio de la carrera espacial…
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