El 20 de noviembre de todos los años se celebra en México el inicio de la Revolución Mexicana, movimiento armado en el que se buscaba derrocar al régimen de Porfirio Díaz (quien llevaba treinta años detentando el poder) y sustituirlo por un gobierno más democrático e igualitario. Al menos eso es lo que dice la versión “oficial” acerca de un evento al que se le ha conferido un aire de solemnidad y respeto y que se festeja como suceso memorable y digno de festejo…cuando hay un trasfondo que se ha dejado casi en el olvido y que, para aquellos que lo descubren por primera vez, resulta, por lo menos, desolador y le resta festividad y contundencia patriótica al acontecimiento histórico que se celebra en esta nación a mediados de este mes.
Los libros de historia de primaria nos cuentan que la mentada Revolución fue “un hecho en el que grandes hombres pelearon contra la tiranía del mal gobierno, a favor de la justicia social y establecieron una nueva nación”. La realidad es un poco diferente: sí surgieron en el frente de batalla personajes ilustres (Madero, Zapata, Carranza) y el motivo principal para que el levantamiento se llevara a cabo fue el aferramiento de Porfirio Díaz a su puesto como presidente y la notable desigualdad en la que vivía la gran mayoría de la población mexicana de principios de siglo XX. Sin embargo, muchos de los posteriores caudillos revolucionarios se unieron a ésta más por intereses políticos que por ideales humanistas. El tremendo conflicto se prolongó por cerca de diez años debido a las pugnas entre grupos pertenecientes a ésta y su deseo de quedarse con el poder que don Porfirio (y luego Madero, y después el célebre traidor Victoriano Huerta) dejó vacante una vez que fue derrocado y tuvo que partir al exilio. En su lucha por el poder, se vieron arrastrados miles de civiles inocentes que corrían las diversas suertes: hombres reclutados forzosamente a las filas del ejército y cuyo destino seguro era la muerte en las batallas, mujeres violadas salvaje y tumultuariamente por tropas desalmadas y por “mera diversión”; y niños que, por falta de alimentos, los cuáles se destinaban para proveer a los soldados, fallecían de inanición y diversas enfermedades. Para el año de 1920, fecha en la que “oficialmente” la Revolución concluyó, la población se había reducido en un millón de habitantes, y sí se había transformado al país…pero el gusto duró poco, ya que, al ver la situación actual mexicana, pienso que es cuestión de tiempo para que volvamos a estar en la misma situación que la del Porfiriato.
No digo que la Revolución haya sido del todo mala, pero la gente en realidad tiende a olvidar los pasajes trágicos, macabros e incómodos de su historia por vergüenza, soberbia, dolor o desprecio, sustituyéndolos, en cambio, por personajes y eventos heroicos que exaltan los valores nacionales y produzcan satisfacción y orgullo patriótico. Aquello que se considera “non grato”, por lo general, se va olvidando en la mente colectiva y sólo se recuerda lo “bueno”, lo “correcto”, lo “dignísimo”, a pesar de que los actos infames también son parte de la historia y, por lo tanto tienen derecho a rememorarse, so pena de que se repitan si caen en la amnesia histórica. Es en homenaje a todas aquellas personas que fueron masacradas durante la Revolución y que se vieron involuntariamente involucradas en ella que he tomado la tal vez brutal, pero concienzuda decisión de ya no celebrar el 20 de noviembre, el aniversario en el que comenzó el principio del fin de un número todavía desconocido de víctimas inocentes.
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