Telarañas
Abrió la puerta y presionó, sin pensarlo, el interruptor a su izquierda y se desabrochó el pantalón. Caminó hacía su derecha y abrió un poco las piernas. Se relajó. La pared tenía la fisura cada vez más grande. No entendía por qué. Cada vez que la arreglaba y la pintaba de nuevo, la grieta crecía. Miró alrededor sin percatarse en nada fijo. El trabajo iba bien, algunos problemas con su jefe. Nada fuera de lo común. A veces veía el blanco inodoro y pensaba que era hora de quitarle la cal. Una marca, donde el agua tenía su límite, estaba gris como una línea granulada. Notó que en una esquina de la pared había una telaraña y se había llenado de polvo. Era una casa vieja, los techos eran altos, difíciles de alcanzar. Mientras ella no me diga nada, pensó, no las quito. Qué hueva. Notó que una fina capa de polvo reposaba en la esquina de una cornisa. En ella había tres jabones, un shampoo que le habían regalado en un centro comercial y que nunca usaba y un cepillo de pelo. Algún día sería bueno limpiarla, aunque, sabía, llevaba diciendo eso durante varios meses. Desde que se habían mudado nunca la habían limpiado. El cepillo era reciente. Quizá sólo llevaba dos días ahí. De pronto, un haz de luz amarilla entró oblicuamente e iluminó la grieta y parte del rollo de papel. El color amarillo siempre lo ponía a pensar. ¿Dónde y cómo se engendraba? La pared, con la grieta, era color crema. A la luz del día brillaba con calidez. En la noche, bajo la luz del foco que se prendía del lado izquierdo de la pared, se veía más pálida. Nunca le habían gustado los focos ahorradores. Lo ponían nervioso. Se relajó y tuvo pequeños calofríos. Si ensucio, se va a enojar; y conforme se sacudía y temblaba, siguió divagando: la luz, el espejo sucio y la maldita costumbre de dejar el jabón mojado sobre su estante. Otra vez, carajo, y se vio al espejo buscando en su rostro la paciencia necesaria para discutir sin enojarse mientras se secaba las manos. Se volteó y, aunque en el reflejo el interruptor estaba del lado izquierdo y al entrar también, cuando salió no utilizó su mano derecha para presionarlo, sino la izquierda, y eso ni siquiera lo pensó.
* * *
Abrió la puerta y presionó el interruptor a su izquierda. Le molestaba que la luz siempre tardara en prenderse. Al principio era muy tenue, después cada vez más brillante, hasta que al final iluminaba como un foco normal, pero siempre tenía que apagarlo antes de que terminara de prender bien bien. Las penumbras le daban miedo. No le gustaba mucho la oscuridad. Incluso cuando se quedaba sola y él se iba a trabajar en la noche, no le gustaba caminar desde el interruptor hasta su cama, taparse y quedarse dormida. Además, el baño siempre estaba frío. Había logrado negociar que él no dejara la tapa levantada y él lo había acatado sin poner demasiadas resistencias. A veces, es cierto, lo olvidaba y ella no decía nada, esta vez no, la próxima; si lo vuelve a hacer, le recuerdo, y trataba de no ser tan molesta. Muchos novios le habían dicho que se relajara, que no pasaba nada si un día no dejaban tan limpio, pero nunca había vivido con alguien, en pareja. Y creía que parte de hacerlo eran los acuerdos pequeños, las cosas imperceptibles que molestan a los demás por estar tan inconscientemente ligados a ellas, a sus manías pequeñas. Manías, manías, manías, manías. Por eso la importancia de la tapa del baño. Se bajó los pantalones y se sentó. Volvió a ver debajo del lavabo la cubeta con los guantes, la fibra para tallar y el detergente para baños. Todo perfectamente en orden. Pero le molestaba tanto que eso estuviera ahí. Que se viera. Tenemos que construir un estante bonito para guardar esas cosas. Pero ella sabía que él no lo iba a construir, y ella todavía no había encontrado uno que le gustara gustara. Cuando le mencionaba de la cubeta, él se fastidiaba y le recordaba que cuando viera uno bonito, lo comprara. Estiró la mano, quitó con un pedazo de papel una telaraña que estaba en uno de los tubos y vio el suelo. Le gustaba ese suelo. Lozas azules y blancas que la abstraían: su niñez, el patio, el perico, los helechos y el vapor de agua. Jaló el baño y se lavó las manos. Dejó sobre el estante el jabón mojado y se miró en el espejo. Otra vez las ojeras. No había dormido bien. Tenía miedo. No quiero molestarlo. Quiero que esté feliz. Se arregló el pelo en una cola de caballo desgarbada y se dio la vuelta para salir. Esta vez no vio el interruptor. Acomodó el cuadro que él le había regalado y lo dejó alineado. Percibió la cornisa sucia que tanto le molestaba pero sólo lo hizo superficialmente, y volvió a prometer que la limpiaría tan pronto tuviera tiempo. Cuando lo vio, sentado en el sillón, esperándola, se acordó que debía cerrar la puerta al salir del baño. Él se lo pidió. Las cosas pequeñas. Ésas son las que más importan en una relación. |