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Era 23 de diciembre, hacían treinta y dos grados Celsius y yo estaba estancado en el peor taco de la historia. Después de haber estado buscando los regalos de los niños por tres horas, porque a la señora se le ocurrió ir a la peluquería mientras yo buscaba los ítems de la lista… -es súper simple, están indicadas las tiendas y los regalos que quieren los niños, solo debes cogerlos y luego me pasas a buscar- dijo con una sonrisa de oreja a oreja- Seguro estaba pensando en los otros quinientos mentecatos que en ese preciso instante caían en la misma trampa de su mujer-son sólo 20 minutos, ¿Cuánto te puedes demorar en cruzar de una tienda a otra?, ¡si están al lado¡- Claro no mencionó al océano de personas…no… de corderos, corderos acarreados por harpías, tan sagaces como ella, al infiero de plaza oeste.
Ni el aire acondicionado típico del mall lograba mitigar ese clima de selva tropical, provocado por el sudor de los animales, y ese fue solo el comienzo del calvario por el que pasé ese día.
Con el último Max Steel empaquetado y asegurado en el auto, yo me había convertido en una suerte de trapo, un cuasi humano sin esqueleto que supuraba sudor, y bueno, claramente no quedaban estacionamientos en el subterráneo ni bajo la sombra, por que ese día cada pelotudo salió a pasear en su cacharro, de suerte que salte de la cacerola a la plancha, casi literalmente por que si en el edificio se cocía un estofado, en el auto se podía freír un huevo o un huevón a gusto del cocinero-mi mujer-.
La disyuntiva estaba entre tomar ese manubrio en ascuas o abrir las puertas y esperar a que una brisa lo enfriara (viento que por cierto no había), pero lo cierto es, que si yo estaba terminando las compras, el rebaño venía pisándome la cola, ahh no, no lo iba a permitir, Américo Vespucio ya estaba congestionado con la gente que viajaba a la cordillera, no iba a permitir que esa manda de esperpentos bloqueara la única salida del mall. Además si tocaba el volante con la punta de los dedos se podía soportar el calor, como las lagartijas esas del National Geographic que andan en puntillas en el desierto.
Salí en segunda a los veinticinco metros ya tenía puesta la cuarta y me acercaba al pórtico, a la gran salida, al umbral, no contaba yo con que San Pedro no me dejaría pasar, cincuenta metros de ilusión, un pasadizo inocente que ofrecía el cielo, un espejismo para reptiles obra de dios o del ministro de obras públicas o tal vez de esos codiciosos accionistas que construyeron the hell’s kitchen, sea como fuere sólo cincuenta metros de espacio entre el estacionamiento y el ultimo eslabón de la cadena que ataría mi destino: un volvo rojo, una van plateada y el infaltable camión tolva que nadie sabe de donde viene un a donde va, pero que diligentemente esta ahí cuando hay un taco; ese coloso de la autopista, pesado, lento, seguido de un enjambre de oportunistas que adelantan por la derecha o por la izquierda y que ansían con sed a los paquidermos, además su figura mórbida no permite ver hasta donde llega el tiempo, la única angustia que nos permite sobrevivir, esa memoria de que mas adelante hay una salida a Walker Martínez, y como si fuera poco, no basta ser una pared, siempre, siempre hay una piedrita, un peñasco que escapa de la fuerza centrípeta de su caparazón y que indefectiblemente caen en tu parabrisas, dejando una muesca una cicatriz para que el sueño parezca real.
Quince, veinte, treinta, cuarenta y cinco minutos para entrar a la autopista y el vendedor ambulante brilla por su ausencia, yo con mí con taquicardia ente el calor y el humo de los escapes, pero claro, que desierto se reputa de tal por tener agua. A lo lejos el aire se viciaba y el paisaje antes prístino ahora se volvía onírico, no se confundan, Atacama es húmedo comparado con el asfalto de Santiago en diciembre.
Por cierto que las motocicletas no se sentían -ni aún hoy se sienten- aludidas hacen vías donde no hay camino, cuales moscas circulan erráticas y yo con mi taquicardia. De vez en cuando uno esperaba que el conductor de adelante abriera la puerta y presenciar un espectáculo digno de Evel Knievel.
De pronto, a lo lejos ese Peugeot blanco, se acercaba inocente con una sonrisa enorme como la de mi mujer, reflejaba cada haz de luz directo a mi retrovisor, pista izquierda, derecha, centro, izquierda otra vez, veinte minutos, tres pistas, tres pistas el cretino pero conmigo se le iba a acabar la suerte. Porque siempre hay un vivo que trata de saltarse la fila, como en la salida a santa Isabel, camino a la pega. Cada vez, siempre, no falta el desgraciado que se mente justo al lado de la salida, bypasseando la única institución que nos hace persona, la maldita fila.
Claro los novatos no saben, se asustan, les meten el auto y ellos se corren, algunos inocentes creen que les pueden evitar si se corren a la derecha, haciéndoles el quite, pero yo no, yo se como cerrarles el paso, pegado a la línea blanca, sin tregua, sin decoro, si desviar la mirada, como me iba a importar que fuera una mujer, si aquí todos somos corderos, corderos que deben respetar, pero ella sabía y sonríe y saca la mano por la ventanilla, como si eso valiera mas que el intermitente… y como vio que yo no la atendí, fue al siguiente, al de adelante, porque como toda serpiente huele al débil, al novato… yo no le aguanto, me pegue al otro casi rozando los parachoques. La cadena se corta por el eslabón más débil pero el camión ya tomo la salida, la van no puede maniobrar, solo le queda ese volvo rojo, el pobre no sabe manejar, yo sí, yo mando, no voy a ser el eslabón mas débil ni el de adelante tampoco, si me voy a cocer cocinémonos todos juntos, eso es lo correcto, lo justo.
¿Cómo iba a saber que habían niños?, no se veían, ¿Qué tenían asma? No se veían, y la taquicardia y el calor, si el choque no fue fuerte, apenas la tope pero claro, el que choca por detrás tiene la culpa, ¿y cómo iba a saber que no llegaría la ambulancia?, si había taco, ¿Cómo no salió del auto con los niños?, tres horas estuvo esperando, y las bocinas y el calor…

Texto agregado el 16-11-2013, y leído por 137 visitantes. (0 votos)


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