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Era una noche tranquila. La gente iba y venía por la terminal. En breve salía mi transporte; y mi deseo. Un viaje programado desde hacía un tiempo llegaba al pináculo de la espera. Un secreto que debía desatar algunos nudos tomaría su punto de ebullición más incendiario en esas próximas horas. El viaje era de cincuenta minutos y los pensamientos de culpa parecían de siglos.

La noche continuaba mansa y mis manos sabían el cuerpo que iban a tocar; mi boca sentía la boca prohibida; mi bajel comprendía en qué dársena anclaría. Y mi mente juzgaba el tabú, el riesgo y las consecuencias.

Dos caminos desiguales se cruzarían a pesar del riego, ya nada los podía aquietar. Sólo por las diferencias, la miel en los labios no tiene el mismo gusto. Es mucho más que miel. Las miradas fueron el canal elegido para el desembarco. Las pupilas hambrientas dejaron el mensaje desnudo. Empujaron. Obligaron. El código de los bajos instintos muerde cualquier intento por frenar los impulsos. Lo sé. Es una especie de regla sin existir ley alguna que la ampare. A pesar del error y el arrepentimiento del día siguiente. Sabiendo que la moralidad azota con más dureza los placeres desventurados.

Pobre de las culpas...

El diferencial corría por las calles de Córdoba acelerando el pacto. El devoto frustrado que llevo dentro quiso dar marcha atrás más de una vez durante los días previos. Pero ahí estaba mi cabeza pegada al vidrio del trasporte, zigzagueando con él, pensando en nada para no pensar el yerro. Llegando al destino sin poder obtener, aún, un solo pensamiento digno. Incrementando, sin querer escuchar, las demandas que exponen las secuelas del egoísmo.

El minibús llegó. Bajé con la determinación erguida en cada vértebra que me sostenía. Prendí un cigarrillo como si eso fuese algún tipo de inmejorable incentivo. Caminé hasta el lugar pactado. Llegué con decisión. Toqué el portero una vez, dos veces; rogando no atendiera. Sí. Deseaba –y no– que contestara desde arriba que sólo fue una locura de dos delirantes. Un recado sudado y recurrente de la carne. Nada más que eso. Quise escuchar algo así. Pero bajó para abrir la puerta del edificio con media sonrisa en los labios, una musculosa escotada negra y una falda con flores tan corta como mi propia salvación.

Era el pecado envuelto en piel manzana. La primavera que se pierde cuando uno ya pasó por el granizo de los inviernos crueles. El rocío que vuelve con la ingratitud de la herejía perfecta. Esa canción que se olvida y un día retorna con las púas de un viento gélido y cruel.

Nos saludamos con la astucia cauta de dos transgresores. Subimos. Durante algunos minutos hablamos de cualquier cosa para olvidar. Buscamos al mejor de los aliados para romper los segundos incómodos. De un litro. Algunos bocados de lomo contribuyeron a la estafa. Las cervezas frías empujaron las primeras risas. Planeadas, claro. Todo olía a clavos de culpa. Pero los apartábamos –no sé cómo–; vencíamos esos instantes de tormenta sin truenos ni lluvia con la naturalidad del tiempo que simplemente se va.

Luego, cometimos algunos errores innecesarios. También lo sé. Caminamos por algunas calles. Nueva Córdoba huele a sabuesos ocultos en cada esquina, en cada bar. Bebimos música fuerte. Fumábamos nicotina y nervios. Tal vez sólo yo. Nos fuimos.

Regresamos al edificio. Subimos al departamento. Bebimos cerveza. Fumamos inquietos, tensos. Leímos algo de 50 sombras de Grey. Reímos sinceros por algunos juguetes usados en contramano y el primer beso intentó desatar los primeros nudos. La respiración parecía normal probando los labios usurpados por el peligro. Mi mano subió su cuello, su pequeño, perfecto mentón. Me dolían los labios en cada línea. Las yemas del instinto recorrieron su pecho alzado, irreprochable. Cerró los ojos. Suspiró en secreto disculpando el silencio. Besé, lamí su botón rosa con placer, cuidado y sentido. Las caricias poco a poco viajaban más allá. Nos mordíamos los labios, sufríamos el placer. “Vamos a la cama”, dijo de pronto. Y ya no hubo deferencias ni tabúes, estructuras ni remordimientos. El deseo por sentirnos uno dentro del otro demolió la resistencia. Los muros levantados por la deshonra. Emigramos libres. Amé su cuerpo, bebí de él. Recorrí sus ranuras, sus posiciones. Humedeció en mi piel, en mi bastión, su gel de florecimientos bisoños. Gimió de más, sintió vergüenza, tapó su cara con las sábanas y morí en ese instante. Eres música. Fuimos lo que quisimos ser dentro de la ingratitud de dos tiempos desiguales. En la oscuridad, desatamos los nudos del pecado, una, dos, tres veces sobre una cama demasiado grande para tan inconsciente tropiezo.

La madrugada pasó desnuda, jadeante y violenta. La respiración entrecortada volvió a ser la felicidad anhelada. No hablamos mucho. El instinto es el lenguaje de las penumbras. Llegó la mañana, dormimos.

Con la vagancia del cuerpo exhausto nos sorprendió el mediodía. Cerramos los ojos o fingimos hacerlo para no vestirnos. La media tarde apenas entraba su luz sobre el desorden de las sábanas, dejando otra vez el agotamiento dulce entre las piernas. Volvimos a encontrar el refugio, el camino donde los labios saben a perfume de alivio. Donde la soledad envejece en segundos con la envidia como depredador, sabiendo muy bien que en noches agotadas jamás tendrá una sola oportunidad de vencer.

Texto agregado el 16-11-2013, y leído por 99 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
16-11-2013 He transpirado de solo leerlo!!! efelisa
 
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