AURELIO Y LOS QUE FUE
Aurelio cierra las ventanas y puertas de su casa. Toma la pistola oculta desde hace mucho tiempo en la cómoda. Hoy tiene coraje, se siente alienadamente decidido, hará lo tan postergado. En la cocina está el niño de ocho años desayunando; un disparo en el corazón y su rostrito cae sobre el café con leche. Al oír la detonación, el joven de veintitrés deja de escuchar a Led Zeppelin, y abandonando el cuarto, corre hacia la cocina. Contempla la escena; se llena de furia, espanto y desazón. Quiere golpear al infanticida. Se abalanza contra Aurelio y comienza el forcejeo, hay gritos, finalmente una bala agujerea el cráneo del joven. Tras algunos minutos de excitación y de perplejidad, el asesino percibe que la misión está cumplida, aún no sabe cómo logró hacerlo, pero ahí están los cadáveres. Enseguida toma una cuchilla, y con destreza de carnicero, despedaza los cuerpos. A continuación introduce los fragmentos sangrientos en dos bolsas negras. Se dirige a su cuarto, pone la quinta sinfonía de Beethoven en un aparato sonoro y lleva la pistola a su sien. Decenas de momentos felices de su vida le atraviesan el cerebro. Duda. Se demora. Va hasta la cocina, mira las bolsas. Vuelve al cuarto. Otra vez la pistola en la sien. Piensa en el futuro, en la cantidad de cosas que podría hacer ahora que se libró de esos dos seres insoportables, esos que siempre vivieron a sus expensas, esos tan débiles. Por primera vez en mucho tiempo un hormigueo de libertad corre por sus arterias. Aparta el arma de la cabeza. Busca su maleta. Pone algo de ropa, algunos libros, fotos de su esposa, de sus dos hijos y de tres antiguas amantes. Mete las bolsas en el baúl del coche. Se dirige al banco y vacía su cuenta bancaria. Llega a un inmenso basural y, percatándose de que nadie lo vea, arroja los cadáveres descuartizados. Llega a la frontera, y justo cuando se creía libre, aparecen tres gendarmes y se lo llevan detenido.
Una semana después, estando en la cárcel, las autoridades le toman muestras de sangre. Un mes más tarde está sentado frente al fiscal de turno quien le dice que se lo acusa de haber matado al niño y al joven, agregando que los vecinos escucharon todo y que además fueron encontradas las bolsas en el basural. El fiscal asegura que es aberrante; haber matado a sus hijos es injustificable. Aurelio, contrariado, le dice que está equivocado, que el niño y el joven no eran sus hijos. El fiscal continúa diciendo que los mismos vecinos afirman haber visto a esos jóvenes entrar y salir varias veces de su casa. Asimismo añade que el adn de los desmembrados coincide con el de él. Y finalmente, completando las pruebas, añade que, a pesar de lo poco reconocible de los rostros, estos son casi idénticos al suyo. Aurelio insiste en decir que el representante de la justicia está errado, informándole que sus hijos viven con su madre en Canadá.
El asesino es llevado nuevamente a la cárcel. Con apatía contempla las obtusas caras de los presos, escucha las chabacanas conversaciones de los guardias y observa las patéticas leyendas escritas en las paredes. Todo esto sólo sirve para distraerlo de sus cavilaciones. No se siente culpable, pero sí confuso. Intuye que algo no salió bien en su osada masacre.
Varias semanas después el fiscal le comunica que se ha comprobado que sus hijos están vivos y que los muertos no figuran en ningún registro de identidad, es como si nunca hubieran existido. Debido a ello la autoridad pública decide ponerlo en libertad condicional. Un agente de policía le quita las esposas y lo acompaña hasta la puerta de la fiscalía. Cuando está a punto de trasponer el umbral, Aurelio descubre qué salió mal. Voltea hacia el fiscal y, lánguidamente, le dice :
- Señor, yo debería continuar preso, no por haber matado a esos jóvenes que fui, sino por no haber tenido las agallas de haber asesinado al hombre que soy, al hombre que se entusiasmó con el futuro. –
El representante de la justicia esboza un gesto de desconcierto y luego, mediante un ademán, le indica al agente policial que lo saque de la sala.
( sept./2013 )
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