La profesora del taller de relato nos pidió que escribiéramos un cuento relacionado con el curso. Para ello contraté como protagonista a Juanillo, que ya apareció en el cuento homónimo que publiqué en estas páginas.
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Los sueños de Juanillo
Después de aquel triste incidente en el que el monarca estuvo a punto de espachurrar a la duquesa, debido a la negligencia en el mantenimiento de las calzadas hispalenses, Juanillo fue invitado a abandonar su empresa.
Pero, a veces, de una desgracia surge una oportunidad. Así ocurrió en esta ocasión. Ana, la esposa de Juanillo, aprovechó un ofrecimiento que le habían hecho tiempo atrás y aceptó un puesto de asesora en la Asamblea de Madrid, por lo que se trasladó, acarreando todo su ajuar, incluyendo a su marido, a un piso en el vallecana barriada de Madrid Sur.
Ana y Juan parecían antagónicos. Nadie de su entorno se explicó nunca cómo habían podido acabar juntos. Era guapa, elegante, culta y discreta. Aunque de buen fondo, él era feo, majadero, desaliñado y cierrabares.
La señora, con el fin de tener a su hombre entretenido, movió hilos para matricularle en un celebrado taller de narrativa del barrio, en el Centro Cultural Paco Rabal, del que había oído hablar a un novelista en ciernes que trabajaba en su departamento.
Juanillo había disfrutado de inquietudes literarias en sus años mozos, por lo que no le disgustó la idea, aunque su pretensión era la de asistir sólo con categoría de oyente.
Apareció un martes, pasadas las siete, asomando la cabeza entre la puerta y el quicio.
—¿Eh aquí ónde shaprende a escribir novelah?... Perdón, pisha, es que mentretenío tomándome un carahillo con la peasho morena del bar dabaho.
Tomó asiento en un extremo de la sala, al lado de un experimentado señor de cabeza lisa, que ofrecía orgulloso un hermoso libro escrito por él.
Juanillo andaba un poco desconcertado entre su compañero de mesa, el escritor, y la señorita Esther, que, según le habían contado, era novelista, poeta, periodista, y encima maja. Se hubiera imaginado los papeles cambiados: el hombre dando clase y la chica recibiéndola.
Al terminar la clase, se despidió de los que giraban a la izquierda: la cariñosa profesora, el poeta que sanaba recitando con métodos orientales y el novelista en ciernes de inteligente humor.
Antes habían salido el maduro escritor, intentando evitar el cambio de ciclo futbolístico, y el discreto creador de haikus, dotado de alta sensibilidad poética.
Acompañó al otro grupo, formado por la señora de elegante escritura y dulce acento, la peleona enseñante de camiseta verde y espíritu revolucionario y la apasionada narradora y poeta, acaparadora de premios, que iban separándose en dirección a sus hogares. Prosiguió con el culto literato, que temía que sus musas se enfriaran, la divertida autora de textos escritos en ambos géneros y con el graciosillo de turno, por el que, de forma inexplicable, parecía mantener un extraño nexo.
Juan dijo adiós a estos últimos al llegar al Asador Gallego, bar que, decididamente, sustituiría a su añorada “La Macarena”.
Aunque distintas a las de su tierra, pudo deleitar ricas tapas y variados caldos, que le permitieron llegar cenado a casa y con ganas de acostarse.
Como ocurriría todos los martes del curso, tras su visita al mesón, en el espiritoso sueño se sumergirían imágenes del taller literario. Esa noche soñó que seguía desempeñando su oficio, pero en las calles de Madrid, al lado del Hotel Ritz, donde se enamoró de una bella dama que, desnuda en su balcón, le suplicaba que atrapara, antes de que llegara al suelo, el pañuelo de seda que se escurrió de sus manos y que después se encargaría de entregárselo.
A la siguiente semana, sus sueños le trasladaron al infierno, donde, en un diario sin tiempo, se rebelaban los pequeños demonios, que se creían, los muy ingenuos, que iban a conquistar la décima. Su mujer le despertó cuando, entre chorretones de sudor, cantaba: Rajar, partir, pelar, cortar la carne del cristiaanooo!
A Juanillo empezaron a preocuparle las noches de los martes. Veía que el binomio cuentos y Asador Gallego era, más que fantástico, explosivo. No obstante, después de hacer una valoración de la situación, acompañado de un reserva del Bierzo, prefirió no prescindir de ninguno de los componentes.
Otro día soñó que le pedían un rescate por Toro, un perro que hasta ese momento desconocía, aunque, después de leer la carta, decidió que no iba a pagar nada por él, pues se imaginó que la raptora era la pesada de su vecina. De repente, surgió una terrible tormenta, encontrándose ante un viejo caserón, donde tres muchachas, al verle, gritaron de tal forma que hicieron despertar a Ana.
La mujer intentó que no continuara sus clases durante el siguiente trimestre, debido a las terribles noches que solía darle los martes. Los miércoles por la mañana procuraba fijarse en su compañero de trabajo, el novelista en ciernes, en busca de restos de la tarde anterior, pero no encontraba nada que no apreciara otros días.
Juan seguía de oyente. Decía que aprendía mucho más escuchando a sus compañeros que haciendo sus propios escritos. Tampoco negó lo bien que se lo pasaba y todo lo que se reía durante las clases.
Aquello era como una sesión continua. Se sucedían los martes, el mesón y los tenebrosos sueños, sueños de ciencia ficción. Esa noche se vio rodeado por unos malvados que querían abusar de él, pasó cerca de una comisaría, pero se escondió en un portal y, cuando entraron los maleantes, se despertó desasosegado. Volvió a dormirse y, con su cuaderno de bitácora, apareció en Lisboa, en un museo de antiguos, junto a Marcel Proust. Subió en ascensor hasta el último piso de un edificio de oficinas y ahora estaba caminando por las calles de Barcelona, con sus zapatillas de felpa.
Otra noche, después de no dejar ni una pizca de pulpo a la gallega con cachelos, tuvo un sueño mucho más relajado, donde, delante de una ventana con vistas al desierto, su mujer y él se correspondían con bellas cartas de amor. Aquella noche, Ana también durmió poco, aunque por otros motivos.
A la siguiente semana, Juan se acostó con una pata de madera de sándalo, que le llevaba corriendo a toda velocidad, intentando salvar al señor Lavander, que esperaba, con la maleta preparada, una visita inoportuna. De repente se encontraba delante de una mesa con cinco pizzas y diez hamburguesas, mientras unos autómatas, que discutían sobre la existencia de Dios, observaban como le resbalaba la grasa por la barbilla.
Por primera vez, Juanillo empezó a plantearse seriamente abandonar esa rutina. Se dio de margen una semana.
Aquella noche, el sueño empezó triste, por una amistad defraudada, continuó llorando por el accidentado final del amor entre un niño y su perro. Pero lo peor fue cuando se encontró una guadaña ante sus ojos, a la que se dirigió diciendo: Hola, muerte, te saludo.
Se despertó llorando. Se abrazó a Ana y le prometió que se acabarían los martes. Dejaría de ir allí. Ningún martes más volvería a pisar el Asador Gallego. Eso sí, el taller de la señorita Esther no lo dejaba.
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