La mujer se quedó estupefacta, pasmada, no podía creer lo que estaba pasando. El niño que llevaba en su entraña acababa de hablarle. Miró de forma instintiva a todo lado, buscando en su desconcierto de donde provenía la voz; pero al no ver a nadie a su alrededor, entonces palpó suavemente su abdomen, sintiendo un movimiento brusco. Simultáneamente, la voz se dejó oír nuevamente, esta vez pausada, coherente y con claridad.

- Ma…má.

Aterrorizada, perdió la noción del tiempo. Sin poder proferir ni una palabra traspuso la puerta del cuarto saliendo como loca a la sala. En su carrera arrastró una silla, la cual rodó estrepitosamente por el suelo, donde quedó inmóvil.

¬ Ma…má ¡Mamá!— se oyó la voz.

Ella, parada, petrificada en la sala llevó sus dos manos a la convexidad de su vientre, sintiendo la necesidad imperiosa de responderle a su hijo. Con voz tierna masculló.

¡Hijo mío! — Callando en seguida.

- Mamá, quiero jugar. — se oyó de nuevo.

Ella, atónita, sin saber que hacer, respondió.

— Pero ¿Cómo?

— Ven — dijo la voz — entra a mi mundo.

De inmediato, la mujer asintiendo con la cabeza se despojó de su facultad la que le pesaba tanto, se quitó sus zapatos, sus prendas, ropas y cada uno de sus pecados. Envolviéndolos todos, los arrojó al suelo avanzando desnuda igual que una esfinge con las alas sacralizadas, movimientos cadenciosos y con su frente erguida.

De repente, el vientre se abrió saliendo un pequeño brazo que atrajo suavemente hacia él, el cuerpo enorme de la mujer, quien sin pronunciar ni una palabra se dejó asir, entrando vertiginosamente por la abertura dejada por el brazo al introducirse sigilosamente, dejando en el ambiente un olor a incienso quemado, mientras se podía oír la sonata de un violín y el ritmo acompasado de un piano desgranando su música igual que un coro angelical bajado del cielo.

Asustada, caminó segura agarrada de la mano de su hijo, olvidándose de todo, sintiendo la sensación del éxtasis en ese mundo maravilloso habitado por su hijo, a veces mimándolo, otras, acariciando sus pelos, besando innumerables veces sus mejillas, tomándolo en sus brazos lo arrullaba meciéndolo en su regazo; musitando en sus tiernos oídos, palabras hermosas salidas de sus labios. Él, en silencio se dejaba hacer de todo. En su cara angelical se observaba la alegría, el placer inmenso que sentía al ser acariciado por las manos sedosas y cálidas de su madre.

La felicidad en ellos traspasaba los limites del delirio, abstraídos, manifestaban su ascenso hacia lo alto en busca de lo divino, haciendo movimientos de levitación pendían agarrados de un hilo con miles y miles de puntas que no terminaban jamás, enredados en los confines del infinito, bailoteaban igual que un péndulo, mareados cerraban sus ojos, sintiendo la catarsis de los cuerpos poseídos, la neurosis se adueñaba de ellos para luego sentir los espasmos del vértigo.

Esta sensación duraba muy poco, luego la felicidad intensa nuevamente se adueñaba de ellos, surgiendo de nuevo las caricias, las palabras bonitas de una madre dirigiéndose con ternura a su hijo querido, situación rota de forma súbita, cuando la enfermera de turno punzaba de forma indiferente su brazo, administrándole una dosis de medicamento para calmar los efectos delirantes de su demencia.



JOSE NICANOR DE LA ROSA