Fulgencio Minaya por su vida de tacaño que llevó, nunca pensó que al morir, sus restos mortales fueran velados en medio de un aparatoso funeral de opulencia, con la magnificencia y la suntuosidad que sólo lo da la riqueza. Nunca en su vida le pasó por la imaginación ni por asomo siquiera que, aquel rito póstumo que sus familiares le rendían a su cadáver en aquel momento a las vistas de todo el mundo, se lo estuvieran realizando a él, que cuando iba a trabajar a su parcela por la mañana, mucho ante de salir el sol, llevando con él una batata azada, una botella de café y pizcas de tabaco para fumar, pasando todo el día trabajando como un burro, olvidándose a veces de ingerir la batata que llevó, regresando a la casa por la noche, agotado y con ella enterita como se la había llevado en la mañana.
La mayoría de los días durante su existencia se acostaba con sólo engullir una comida. Al llegar a viejo, sus achaques mayormente eran por la formación de úlceras en el estómago por la falta de ingesta de alimentos, observándose en su fisonomía, grandes visos de degaste físico, lo que lo condujo finalmente a la muerte.
El magnifico sarcófago donde descansaba su cuerpo era la admiración de todo el que llegaba a la funeraria a dar el pésame a sus familiares. Hay quien dijo que se lo merecía. «Su vida desgraciada solo fue para trabajar, trabajar, sin pensar que un mal día se iba a morir dejando todo su esfuerzo realizado en este mundo» Para otros, la mayoría de los presentes durante las exequias, la comidilla del momento era, « El dinero que cuesta ese cuantioso ataúd debieron dárselo en alimentos» Otros, mas comedidos, simplemente decían, « ¡Puro bultos! eso es para que la gente evalúen su status social» como si eso fuera a devolver al difunto.
El dueño de la funeraria, complacido con la venta del día se paseaba regocijado de un lado a otro. Miraba su reloj leyendo la hora. Los dolientes lloraban afligidos, de vez en cuando salían fuera de la funeraria desesperados porque la hora del entierro llegara para quitarse de eso. Ya estaba bueno de tantos cumplidos, «El muerto al hoyo y el vivo al bollo»
La muchacha brindaba el café, las mentas, los refrescos a los acompañantes presentes en el opulento velorio. Allí se hablaba de todo. Se hacían comparaciones de un funeral y otro, de los últimos fallecidos en el pueblo. La solemnidad del momento era roto por la gente que motivados reían armando un gran alboroto que podía oírse del otro lado de la calle.
En la barra de la esquina un hombre tomaba aguardiente fiao a costa de la venta del sarcófago donde descansaba el muerto. Era un vivo, acostumbrado a profanar tumbas para extraer los ataúdes y venderlos por lo que sea para saciar sus vicios de jugador empedernido y de consumado borrachón. Se frotaba las manos una y otra vez a la salida del bar para ir a la sala donde velaban al muerto. Pasaba sus manos por el féretro, regocijado, fingía por dentro una enorme sonrisa que sólo podía leerla el muerto que muy serio tendido en el sarcófago lo miraba con sus ojos apagados y frío. Sin saber porque, el hombre encariñado llegó ha sentir penas del difunto sin conocerlo.
El sujeto volvió de nuevo al bar, tomó el vaso empinando el codo, sorbiendo el líquido hasta el fondo sentado muy alegre en un banco a un lado del mostrador. Impaciente igual que los dolientes, de improviso miraba el reloj del bar colgado en la pared, ansioso de que la hora del sepelio llegara para realizar su fechoría.
A la hora del entierro se había bajado cinco potes. Muy bajito, con la lengua estropajosa por el alcohol ingerido, en confianza le susurró al oído al dueño del establecimiento « Te… pago mas tarde» saliendo fuera del bar con un frasco de ron en una de sus manos.
Acompañando el cortejo fúnebre, en cada esquina destapaba la botella y un trago largo se daba hasta llegar a la iglesia donde siguió solito al cementerio a esperar la llegada del muerto.
Cuando llegaron con él, después que el sacerdote le realizara los últimos oficios, el hombre se colocó en un lugar estratégico para contemplar desde allí cuando introdujeran el flamante ataúd con el cuerpo del difunto en el nicho que sería su última morada.
Los dolientes daban gritos. Se leyó un panegírico. Hubo alguien que improvisó un discurso. El individuo desde su lugar aplaudía eufórico, hasta llegó a exclamar a todas voces « ¡Bien por él! ¡Muy bien, por tacaño!» Todos voltearon a ver a aquel que lleno de gozo de este modo se expresaba poniéndole atención.
Cuando el hijo mayor del finado pidió un martillo y un gran martillazo dio al ataúd que se oyó en todo el campo santo, se escuchó un fuerte alarido que todo el mundo creyó que se había despertado el muerto. Todos al voltear de nuevo las caras, a donde estaba parado el borracho, lo vieron desmayado tirado sin vida en el suelo.
Un hombre entrado en edad que estaba viendo lo que se le hacía al féretro, gritó a todo pulmón lamentándose por lo que veía « ¡Sacrilegio!» « ¡Sacrilegio!» « Cuando muera ¡no permitiré esto!».
JOSE NICANOR DE LA ROSA.
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