Las confesiones son, por definición, pedazos de sueños muertos, de anhelos destrozados en los ojos que no pudo llorar.
Las confesiones, por antonomasia, las miserias anónimas, el grito atragantado en la garganta del que no pudo hablar.
Una confesión es la costumbre irremediable de rastrear el desatino; y luego, la de convertir todo en desatino para no seguir buscando, para no ver al mundo pudrirse sin remedio. Rastrear los orígenes del desatino, la causa primigenia de esta gran pifiada, con la ilusión secreta de que ahí se encuentra la comprensión, la razón, y con ellas la solución. Pero buscar la razón en la locura es tan ocioso como necesitar el odio para saber amar. Y la bondad y el perdón no se guardan en una confesión. Por esto, la de hoy no lo es.
La de hoy esconde quebradas y arroyos, la de hoy se sacude los escombros de los hombros con una sonrisa. La confesión de hoy sabe que hay cosas que no, es cierto, no se entienden, pero cómo decirle al cielo que no se desparrame en gotas, cómo decirle al alma invadida que a mí, sinceramente, no me importa cuanta tierra cubra los muebles, que no me importa explicar o entender por qué los micros siguen llegando cuando sólo ellas los promete.
La confesión de hoy tiene un gusto extraño, ya no sabe a arena en la lengua, sino como a vino tinto en el paladar, como a licor en la piel.
La confesión de hoy se siente como el viento de montaña, se escucha como el agua naciendo y muriendo en el cauce de piedra, y, definitivamente huele a sudor en la sangre.
Las confesiones intentan siempre dar respuestas a preguntas que nadie hace. Pretenden desentrañar al destino enrevesado; quieren, inútilmente, explicar lo inexplicable, lo que indefectiblemente pasa con o sin manual.

Y yo ya no pregunto tanto. Bueno, está bien, tal vez sí. Tal vez tengas razón.
Pero sí, hay una pregunta que yo ya no me hago: ¿Quién coño me ha robado el mes de abril?.

A.C.