Debía faltar muy poco para arribar a tierra firme. En el firmamento todavía se podía contemplar titilando con brillo sobrio, algunas estrellas solitarias. La claridad del día desvanecía el telón oscuro de la noche cuando el sol tímidamente queriendo hacer su aparición regaba su luz bienhechora sobre la terraza acuática como lanzando andanadas de oro derretido de sus facciones, haciendo resplandecer su hermosa blancura plateada. La brisa fresca del mar al soplar empujaba con serenidad las olas sobre las aguas, arrastraba basuras y algunas hojas caídas de árboles aparentemente plantados en la inmediación. También flotaban fragmentos de madera de la destruida embarcación. Prendas de vestir, vasijas plásticas, billetes bancarios de diferentes denominaciones, entre otras pertenencias de los valientes y desafortunados pasajeros que habían iniciado esta arriesgada travesía en el mar caribe sin prever el peligro que los asechaba. Se podía ver algunas aves marinas dando vueltas en circunferencia bajo el cielo integrándose al festín, provocadas por el hambre y por el inmenso cardumen que atravesaba de extremo a extremo de este-oeste la gran masa azul de agua salada. El olor sulfuroso disuelto en el aire recorría vertiginosamente la masa fluvial. Ana María Fragoso aún no comprendía lo que había pasado. La frágil embarcación donde viajaba había zozobrado unas cuantas horas después de haberse echado a la mar.
La solitaria mujer miró asustada hacia el cielo buscando una respuesta en el color azul rebujado entre el rojo-violeta de los primeros rayos del sol que anunciaba su aparición en la línea horizontal que se divisaba, trazada en la distancia.
Sus manos y todo su cuerpo agarrotado por la frialdad del agua al permanecer dentro de ella toda la noche, asida rabiosamente con toda su fuerza a la tabla donde su cuerpo ligero se encontraba aferrado, siendo arrastrada a la deriva mar abierto por las olas del mar con la esperanza de ser arrojada a su orilla o ser socorrida por algún pescador enviado por Dios.
En el cielo, algunos pájaros marinos volaban en círculo tratando capturar en mar revuelto algún pez pequeño que buscaba atrapar algo de los despojos humanos que quedaban flotando sobre el agua como sobras dejadas de los tiburones al saciar su hambre, donde aún algunos de ellos, satisfechos, merodeaban el lugar donde había zozobrado la embarcación durante la noche con sesenta y tres tripulantes a bordo (hombres y mujeres).
La mujer a corta distancia de allí aguzó la vista al ver danzar en el cielo despejado algunos copos de nubes. Su corazón acelerado dentro del tórax palpitó de forma arrítmica presionado por el impacto de sus ojos al contemplar la realidad existente de aquella tragedia. Varios tiburones en hileras olfateaban su rastro tratando de ubicarla nadando en dirección donde de improviso viajaba tendida sobre la tabla navegando en el mar a la deriva. Se desplazaba lentamente empujada por la brisa y por las pequeñas olas que en la mañana lucían tranquilas, después de una noche agitada, debido al viento que soplaba rabioso, los alaridos de muerte de los náufragos al ser devorados sin piedad por los afilados dientes de los tiburones hambrientos y por el batir recurrente de las aguas por esta gente alarmada, tratando de no ser tocados por las fieras marinas sin conseguir evitarlo.
Una gaviota gris con un hermoso plumaje de color blanco intenso como un collar alrededor de su cuello, se posó sobre un pedazo de madera que flotaba en el agua. Introduciendo en ella su largo pico atrapó un pequeño trozo de carroña que destrozó en cuestión de minutos. Más allá, otras de ellas, pelícanos pardos y patos marinos hacían lo mismo; pero con menos suerte. El instinto animal y el hambre los llevaron a otros lugares donde su suerte fue mucho mejor. Tirándose en picado desde el cielo atrapaban las presas que codiciaban y satisfacía sus gustos preferidos.
La única sobreviviente de los tripulantes que se transportaban en la embarcación destruida, entrada en pánico, aterida por el frío se esforzaba empujando la tabla tratando de escapar de la persecución de los animales hambrientos que venían en hileras hacia ella, adherida al madero como si estuviera clavada a él por enormes clavos de acero sin querer ni poder despegarse si lo quisiera. Sus brazos contraídos alrededor de la madera para bien de ella se lo impedían.
´´ ¡Dios mío!´´¬ Exclamó en silencio la mujer.
No podía hablar. La voz no le salía. En su estado histérico solo le quedaba cavilar… cavilar, traer de vuelta a su memoria, recreando la infernal escena fresquecita de muerte que había vivido la noche anterior donde vio como las bestia marinas destrozaban a sus compañeros envueltos en el resplandor tibio de la luz de la luna al revolcarse en las aguas empañadas con su brillo y la sangre regada de aquellos infelices humanos que querían escapar de la realidad de su mundo donde desgraciadamente habían nacido. El satélite como una criatura intrusa y abominable retrataba desde el firmamento hostil con su ojo cromado el infortunio de aquella gente siendo devorado ¡vivos! entre las mandíbulas desproporcionadas de los temidos escualos.
Al recordar quería llorar, pero sus ojos en llamas, cuajados de rojo estaban secos. Sus lágrimas, consumidas por la rabia y la impotencia que la devoraba por dentro, no las dejaba salir. La pobreza y la falta de oportunidad la arrastraron hasta allí igual que a sus trágicos compañeros de infortunio, buscando un mundo mejor que mucho denominaban ´´El sueño Americano´´
No se arrepentía. Si escapaba de ésta, lo volvería a intentar aunque pereciera al hacerlo, porque en el subconsciente también recreaba la penuria por la que pasaba ella y su gente, no sabía cuál era peor, si morir dentro de las fauces devorada por un tiburón o comiendo pupús de la letrina, revolcándose en el basurero, sin trabajo, mirando morir los suyos sin poder tenderles las manos, porque ni por asomo, se vislumbraba en el país una esperanza para los pobres, los más vivos se refugiaban en la política y el narco tráfico.
´´ ¡Dios mío!´´- Volvió a pensar la mujer. Su garganta desgarrada por la sed no le permitía ni siquiera tragar la saliva, tampoco la tenía, se había consumido al respirar y absorber la salinización de la mar, abigarrada le dolía inmensamente.
´´ Dios de los justos ¡Ven en mi auxilio! ¡No me dejes perecer ahogada, comida por los tiburones como mis compañeros! – Pensó aferrada a la tabla con los ojos desorbitados mirando los tiburones queriendo cercarle el paso.
Los animales con sapiencia formaron a su alrededor un gran círculo, como bailando una danza indígena, tal vez un ceremonial dándole las gracias por adelantado al espíritu del Dios de los mares por el manjar deparado del día. Quizás, les rendían cultos al confundirla con alguna alma ancestral que había regresado. Le manifestaban respeto por su heroicidad esgrimida, actuando regocijados como verdaderos guerreros en el campo de batalla en lo que convirtieron la noche pasada el mar caribe.
Ana María se mantuvo quieta, siendo arrastrada lentamente, sin ejecutar ningún movimiento con su cuerpo. En aquel momento se dio cuenta que estaba perdida. No tenía escapatoria. Se puso a orar en silencio, era lo único que podía hacer en esta circunstancia.
Pensó en aquel instante, cuando fue la última vez que fue a arrodillarse a una iglesia, había perdido la fe, reconociendo que allí no estaba la salvación del hombre, era un lugar inseguro, desacreditado desde tiempo remoto. Por lo que, desde mucho tiempo atrás, por convicción propia llegó a la savia conclusión de creer que el Dios que todos aclaman y buscan está dentro de cada uno de los seres humanos, no había que buscarlo lejos.
Por esto volvió a pensar ´´ ¡Dios, dame un chance! ¡Permíteme volver a ver a los míos!´´ ´´ ¡Ver a mi hijo de siete años!´´ El día anterior de su partida, había ido a la escuela por primera vez. A partir de ese instante cifró la esperanza de hacerlo un profesional con sus esfuerzos. ´´ ¡Un gran ingeniero!´´ - pensó - Hacerle una casa a su madre, a quien se lo había dejado, emprendiendo en seguida su escape hacia el lugar donde esperaba solucionar los problemas de ella y de su familia.
El sol en el cenit quemaba su cuerpo. La sal del mar la salpresaba viva. Se le dificultaba bostezar, escasamente podía abrir las mandíbulas. El hambre de una noche y un día la privaba, quitándole la fuerza. Mareada iba perdiendo el sentido al hacer un gran esfuerzo para vomitar sin encontrar nada que expulsar de su estómago. El sabor a hiel de su boca la llevaba a desear entusiasmada el agua dulce. Se sentía carbonizada por dentro deseando cada vez más el líquido más codiciado de todos los humanos, encendiendo más su sed, la conminaba a pensar más, haciendo su vida dependiente de ella.
´´ ¡Agua! ¡Agua! ¡Agua…! ¬ Gritaba en su subconsciente al sentir su garganta hinchada y reseca.
´´ ¡Carlos! ¡Carlos….! ¡Ven…!´´ ¬ Se escuchó sisear entre la brisa suave que surcaba las aguas frías del mar. La mujer parecía alucinar.
Llamaba a su hijo amado que parecía ver en su imaginación. Los tiburones giraban y giraban sin detenerse mareando con sus vueltas su mente enfermiza, llegando un momento a sentirse hipnotizada. La mujer ya casi no los podía distinguir con certeza.
En su ignorancia supina vio danzar a su hijo junto a los escualos, transfigurado allende, con una túnica blanca montado en un corcel blanco domaba a los tiburones con un látigo. En su cabeza tenía enrollado un turbante rojo, parecía un mago árabe espoleando los flancos del flaco rocín dentro del agua. En algún momento lo vio desmontarse y tomar uno de los tiburones con una de sus manos montándose sobre él, guiando luego a los demás hacia un despeñaderos dentro del mar, quedando el muchacho flotando agarrado de una gran nube que besaba las aguas intranquilas al ser movida por los animales al caer por la pendiente del inmenso vacío.
Cuando la mujer abrió los ojos los animales se habían ido, por lo que procuró moverse sin sentir miedo ni percibir el peligro que le había asechado, imprimiéndole más fuerza a la tabla, siguiendo con más rapidez su curso.
Miró a todo lado, observando a la distancia como el sol se metía trayendo la noche. Sintió miedo, pesadilla. Muy asustada, no quería que esta llegara. Poco a poco, lentamente fue siendo tragada, engullida por el manto oscuro. Divisó más allá el titilar de luces artificiales a ambos extremos del inmenso mar. Sobre su cabeza numerosas estrellas comenzaron a salir. Más tarde la luna hermosa por el horizonte iluminó todo el contorno. Silencio… solo silencio podía escuchar. Luego el viento al soplar desplazándose sobre las aguas le imprimió al silencio el rugido de muerte como un eco de la noche anterior de las almas que habían muertos y desandaban desnudos. Los pudo ver danzando y cantado alegre, celebrando el ceremonial del triunfo de su osadía al pasar del infierno a la muerte que, era lo mismo decir de la vida al paraíso, sin el sufrimiento que le había dado su ¡maldita! Estadía en el mundo.
Pudo escuchar voces que confundió con las de su madre presintiendo por la agonía de muerte que estaba pasando. La sintió venir en su auxilio como siempre lo hacía, pero no llegaba. El hambre la atacó de nuevo. Por un gran tiempo se había olvidado de ella. La sed la consumía. Sus brazos y sus piernas no los sentía. Quiso cambiar de posición, pero sus brazos se lo impidieron. Por un momento quiso dormir para que el día llegara pronto, pero sus ojos no se cerraban aunque hacía un gran esfuerzo, el peso enorme de la sal alrededor de sus palpados impedían que se cerraran.
Cuando la luna desapareció en el firmamento nunca más supo de ella. Agotada calló vencida por el sueño, despertando acostada, fuertemente abrigada con una frisa en la cubierta de una lancha. Lo primero que vio fue la insignia del militar en su camisa azul. Luego unos ojos vivases que la escrutaban. Las manos del oficial sostenían una cantimplora con agua que mojaba sus labios resecos por la insolación y la sal acumulada en ellos. Tosió al intentar ingerir el líquido que tanto ansió en su desesperanza. ¡Era un milagro! estaba salvada.
JOSE NICANOR DE LA ROSA.
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