¿QUIERES JUGAR CONMIGO?
Cuenta la leyenda que una niña, en un descuido de su madre, cayó dentro del pozo y murió ahogada. Desde entonces, un lamento triste sale de sus profundidades…
La parejita de recién casados era ajena a dicha superstición, alquilaron la casa a muy buen precio, sin importarles los motivos. Lo trascendente era el ahorro ocasionado, que les venía muy bien para emprender sus vidas juntos.
—Qué feliz soy —comentaba María.
—Yo también estoy muy contento —contestó su marido.
Unidos por un fuerte abrazo, acabaron en el dormitorio.
Como era de prever en estas circunstancias, el vientre de María empezó a crecer para alegría de la pareja. A la mujer le encantaba su hermoso jardín. Mientras que su pareja trabajaba, ella pasaba horas en su huerto. En el centro del mismo, un pozo artesano hecho de piedra con su cubo de metal atado a una cadena de hierro soportado por un arco de metal pintado de negro.
María, con esa jovialidad que caracteriza a las mujeres en estado de buena esperanza, disfrutaba como una niña subiendo agua fresca para regar sus verduras y flores que tanto amaba.
En su séptimo mes andaba la joven cuando del pozo un lamento de niña llamó la atención de la embarazada. Curiosa y sumamente extrañada, se encaminó al mismo. De repente, una voz grave sonó a sus espaldas.
—¡¡Detente insensata!!
La mujer, rauda, se giró. Ante ella, a pocos metros, una mujer de edad avanzada mal encarada y encorvada gesticulaba a la vez que decía:
—¿No conoces la leyenda?
—¿Leyenda? ¿De qué me habla usted, buena mujer?
—Acércate y te contaré, hija mía, que soy muy mayor y me cuesta mucho moverme.
María, ante su curiosidad, no pudo resistirse, haciendo caso omiso de su sentido común que le advertía del mal aspecto de la vieja. Cuando estuvo lo bastante cerca, la mujerona le contó, con todo detalle, la horrible historia del pozo.
Pasó el tiempo y la vieja acudía con más frecuencia al huerto de María, lo que provocó que se hicieran muy buenas amigas. Cuando tuvo a la niña, la anciana asistió como uno más de la familia. Al marido aquello no le gustaba demasiado, pero como no tenían familiares cercanos, la ayuda de la vieja le venía muy bien a su mujer.
Mientras él trabajaba, la niña, que ya tenía once años, su mujer y la anciana siempre estaban en el huerto ahora plantando, ahora regando o jugando con la infanta. El cuadro era de lo más idílico para una familia bien avenida. María contemplaba a la vieja, cómo quería a la pequeña. Una ola de satisfacción le vino directa al corazón. Ella, a su vez, también se encariñó con la vieja.
Una tarde en que la anciana no acudió ya que una inoportuna gripe la tuvo retenida en la cama, María estaba sola en compañía de su hija. Después de comer, el sol apretaba; debajo de una higuera, la sombra invitaba a una buena siesta. María sucumbió a los encantos de la fresca y tentadora sombra dejándose llevar al mundo de los sueños. La niña jugaba despreocupada, llegando cerca del pozo. Unos lamentos despertaron su curiosidad infantil, acercándose al mismo. Un chillido muy agudo despertó de sopetón a la madre.
—Qué pasa... —balbució aturdida su mamá.
La niña acudió llorando y gritando que del fondo del pozo unos ojos de fuego la asustaron.
—No te preocupes, pequeña, habrá sido alguna rata encerrada dentro del pozo. Tranquila que no pasa nada.
María abrazó a su pequeña, que lloraba desconsolada, a la vez que repetía, con pitidos de voz, esos ojos de fuego que la miraron desde las profundidades del pozo.
A los pocos días, la anciana se recuperó y acudió de nuevo al huerto. Se extrañó de no ver a la madre y la niña como siempre en el mismo. Acudió a la casa, llamando repetidas veces a la puerta.
Salió la madre a recibirla con ávida emoción, y le contó todo lo sucedido.
—Y, como comprenderá usted, ya no salimos al huerto —terminó su relato de lo antes acontecido.
La anciana, muy preocupada, le contestó:
—No padezcas, que estaré todo el tiempo que me sea posible con vosotras.
A la madre y al padre les pareció bien el ofrecimiento de la anciana a quedarse a vivir con la familia. La acomodaron en una habitación que se comunicaba con el aposento de la niña. Pasaron algunos días y parecía todo muy normal. Menos las salidas al huerto, nada parecía prever ningún altercado que pudiera perturbar la armonía de la familia.
Cuando llegó la policía, una horrenda escena se les presentó ante sus atónitos ojos de experimentado agente del orden. En lo más recóndito del sótano, agazapado con un viejo colchón y un montón de desperdicios, yacía el cadáver del padre, con un rictus de horror reflejado en su desgraciado rostro. Estaba hecho un muñeco ensangrentado. En el dormitorio de matrimonio estaba la madre con la cabeza ladeada, la sangre reseca hacía que su cabellera estuviera pegada con sangre de color rojo apagado. La policía buscó a la niña por toda la casa, tenía informes muy detallados de los componentes de la familia. En esa búsqueda se hallaban cuando el agente encontró un diario manchado de sangre, tirado de cualquier manera.
“Aunque sea algo mayor para escribir este diario, tengo la necesidad, la urgencia de contar los acontecimientos que últimamente están ocurriendo en mi familia.
Según me relató mi esposa, algo que hay dentro del pozo asustó a mi hija, fue tal el shock recibido que desde entonces la niña ya no es la misma. Ataques de histeria, pesadillas, alucinaciones. La llevamos a los médicos, le hicieron un sinfín de pruebas con resultado negativo, atribuyéndolo todo a la pubertad de la muchacha”.
—¿Quieres jugar conmigo?
Una voz infantil que salió de un punto indeterminado de la habitación sobresaltó al agente, que, raudo, dejó la lectura del diario mirando para todos los lados sin identificar el lugar de su procedencia. De repente, se cerró la ventana, la oscuridad se apoderó de la estancia. Apenas se podía intuir las formas de los muebles, el corazón del agente empezó a latir desbocado, el reloj de la pared que hasta entonces pasó desapercibido para el policía, ahora el Tic-Tac se oía como si estuviera dentro de su cabeza. Tembloroso, sacó su arma y apuntó en todas direcciones, moviéndose como una frenética marioneta. Unas pisadas acompañadas de un estridente rasgar metálico se le acercaban. En una locura compulsiva, descargó todo el cargador, a todas direcciones disparó. Cansado y respirando con dificultad, supo que un terrible error había cometido, demasiado tarde. La niña alzó su tremendo cuchillo carnicero y, con una fuerza sobrehumana, de una certera cuchillada lo decapitó. Tomó la cabeza por los pelos diciendo:
—¿Por qué no quiere jugar conmigo?
A la niña le llamó la atención el diario, y dijo con ironía:
—¡Vaya, mi papaíto ha escrito un cuento!
Siguió leyendo por donde lo dejara el agente:
“Una noche, unos pasos por el pasillo llamaron mi atención. Sin molestar a mi esposa, salí al mismo; cuál fue mi sorpresa que la vieja andaba desnuda yendo directamente a la habitación de mi hija. Extrañado y estupefacto, la seguí con sumo sigilo. Ante mis aturdidos ojos, se me presentó una aterradora escena. Mi niña en medio de un pentagrama con los brazos extendidos, a un lado la vieja pronunciando unas incoherentes palabras en algún idioma del infierno. En un momento de la ceremonia, de lo más oscuro de la habitación salió una niña de aproximadamente la edad de la mía. Andaba con dificultad, sus ropas estaban mojadas, un hedor inundó toda la estancia mientras pronunciaba unos terribles lamentos. La vieja arreciaba más y más con su letanía. Yo estaba como paralizado, lo veía todo como en medio de un sueño, no podía hacer nada, la desazón me comía las entrañas, los gritos de rabia ni siquiera me salían de la garganta. La vieja empezó a bailar alrededor de la hedionda niña, fue llevándola poco a poco a donde estaba mi hija. Un terrible temblor se apoderó de mi niña, parecía un ataque. Seguro que todo su ser luchaba de alguna manera, pero la vieja, con su letanía poderosa, consiguió calmar su cuerpo, preparándolo para ser tomado por el nauseabundo ser. El mismo pareció desintegrase en millones de partículas que, con una velocidad increíble, se introdujeron por la boca de mi pobre retoño.
La vieja, con voz endiablada, no paraba de repetir:
—¡¡Vive, hija mía, vuelve a la vida!!
¡¡Increíble!! Mi hija se levantó como si nada. En su semblante, algo me dijo que no era la misma”.
“Estoy escondido en lo más profundo del sótano escribiendo casi a oscuras. Mi esposa murió en nuestra misma cama. No quiso escuchar cuantas veces le repetí que esa niña no era nuestra hija; cuántas veces se lo repetí. Ni lo recuerdo, fueron tantas que me causaron serios problemas con ella, y con la vieja más. No podía confiar en ellas dos, y menos en mi supuesta hija. Desde entonces, me recluí voluntariamente en el sótano, me apalanqué dentro, aislándome del mundo. No, no estoy loco, mientras escribo esperando que algún día alguien se entere de todo, y no crean que sea algún padre que se volvió loco matando a toda su familia”.
—Hija, estás aquí, llevo buscándote un buen rato.
La vieja salió al encuentro de su hija. En cuanto se dio cuenta de la carnicería, puso cara de satisfacción.
—Ya veo que has estado jugando. Está bien que te distraigas, pequeña.
La niña, de golpe, dejó la lectura del diario y con muy mala cara miró a su madre que, solícita, le quería dar un abrazo. Tal como se acercaba, de una cuchillada certera le seccionó ambas manos. Un torrente de sangre de ambos muñones empezó a pintar suelo y paredes. La vieja corría como pollo descabezado manchándolo todo. La niña, entre carcajadas macabras, le dedicó a su madre todo un repertorio de reproches.
—¿Quién me tiró al pozo, madre? ¡¡Ahora te quedarás sin manos!! Sí madre, esas manos que me empujaron al fondo del hediondo pozo.
La mamá, en su alocada carrera, no se dio cuenta de que se acercaba peligrosamente al borde del pozo. La hija seguía con su risa macabra de satisfacción a la vez que decía:
—¡¡Madre, vas a tu destino!! A mi casa de estos últimos años, mamá recibirás tu justo castigo, que así sea.
Al terminar la frase, se oyó un grito aterrador de la vieja que se precipitaba al fondo del pozo, acabando con un chapoteo frenético por mantenerse a flote. La niña se acercó al borde y, viendo cómo su madre flotaba patéticamente para no ahogarse, le dijo entre insultos y reproches:
—¡¡Ahora sabrás lo agónico, asqueroso, repugnante y terrorífico!! Morirás despacio, con lenta agonía, maldiciendo el día de tu nacimiento.
La madre se hundió poco a poco. Lo último que desapareció fueron los muñones, que intentaban en vano aferrarse al resbaladizo y húmedo ladrillo de la pared del pozo.
FIN.
J.M. MARTÍNEZ PEDRÓS.
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