Luego de una tediosa operación de más o menos siete horas y media, los cirujanos del hospital Latinoamericano le especificaron a la familia de Guillermo los resultados obtenidos.
- Hicimos todo lo posible, le dijeron a la esposa. Sorprendida por el comentario, se tomó unos ocho segundos para asimilar lo que le estaban diciendo y para quizás largarse a llorar. Pero a los siete segundos el más viejo de los cirujanos decidió terminar la frase de su compañero y no tan amigo.
- Hicimos todo lo posible por cumplir con las exigencias de Guillermo.
La esposa y el hijo soltaron la respiración que venían aguantando por esos siete segundos, para inmediatamente volver a aspirar.
Las exigencias de Guillermo habían sido claras: “quiero conservar uno de los cuatro órganos”. Y en secreto le había dicho a su esposa que esperaba que fuera la boca, para facilitar su relación con la comida.
- Pudimos salvar únicamente el órgano bucal.
Y la esposa de Guillermo sonrió recordando lo que él le había dicho en secreto.
A las catorce horas de finalizada la operación Guillermo estaba saliendo por la puerta del hospital. Lucía un impermeable negro (el cual mientras bajaba las escalinatas de la entrada juraba no volver a sacarse), y una bufanda violeta que no le gustaba mucho.
- ¿De quién es esta bufanda?, le preguntó a su esposa, que lo acompañaba del brazo.
- Me la compré ayer, le respondió ella sorprendida por que se hubiera dado cuenta.
- Ya voy aprendiendo.
Guillermo en esas catorce horas había estado practicando lo que le permitiría seguir viviendo el resto de sus días: el reconocer las cosas por la percepción. (En realidad había practicado un poco antes de la operación, ya que sabía que no perdería el tacto, pero esto no lo admitió hasta varios años después en una conferencia en Londres). Y era verdad que estaba aprendiendo.
Su hijo los estaba esperando en el auto, pero el auto tardó en aparecer y a pesar de los intentos tuvieron que esperar. Más tarde les admitió que le había resultado complicado reconocerlo a la distancia, por el impermeable que no le había visto llevar en años.
Una vez en su casa, Guillermo se quedó una hora y cuarto frente al espejo pensando en qué podía ponerse en la cabeza. Su nueva vida estaba recién comenzando, y él pensó que no había mejor momento que aquel, en el que todavía no estaba influenciado por su arte, para elegir su estilo. Al cabo de esa hora y cuarto terminó eligiendo el sombrero de explorador de su abuelo Edelmiro y los anteojos redondos de su abuela Lucía, para taparse de vaya a saber uno qué sol o simplemente para no hacer evidente su falta de ojos. Además decidió conservar la bufanda, como sinónimo de su primer logro luego del renacimiento. Inclusive en verano.
Luego de elegir su apariencia para los próximos años, y luego de una excelente comida con su familia (seguía agradeciendo continuamente que haya sido su boca), Guillermo se tiró en su cama a hablar. Ya que no podía tirarse a mirar, a olfatear, o a escuchar, estuvo todo el rato hablando. Y cuando se quedó sin cosas para decir, cuando soltó todo lo que venía queriendo soltar desde la operación, comenzó a contar su historia. Narrar lo entretenía.
- … y papá se iba a trabajar y me dejaba en casa. Solo, o en realidad en compañía del piano. Fue entonces cuando aprendí todos los aspectos de ese piano. Luego de mirarlo por varios meses, de entenderlo y aprenderlo, comencé a tocarlo. Lo logré por mi cuenta, una vez que me sentí seguro de poder hacerlo. Y fueron estos probablemente los mejores años de esa vida. Sin duda los mejores. Pero al tiempo agoté mi capacidad. Llegó un día en el que me levanté y vi a mi piano de otra manera. Supe que ya no podría tocarlo mejor, que ya había exprimido hasta su más espesa nota musical, y que él me había exprimido a mí. Y entonces decidí, ya que habían pasado tantos años y los pianos se habían convertido en mi vida, dedicarme a arreglarlos, a pintarlos, a afinarlos. Busqué cualquier excusa para tenerlos cerca, aunque no volviera a tocarlos nunca más. Y así viví por unos cuantos años, o mejor dicho de eso viví, hasta que…
La traición afectaba algún lugar del corazón de Guillermo. Le había dado su vida a los pianos, y uno de ellos había tratado de matarlo. Tres segundos más tarde se dio cuenta de que no le gustaba hablar de ello, y dio por concluida su “charla” en la cama. De todas formas decidió quedarse tirado, probablemente pensando en eso contra su voluntad.
Muchos tendían a no creerle, pero Guillermo lo sabía con certeza. Estaba ni más ni menos que un día caminando por la calle (quizás fuera porque llevaba en la mano un destornillador, y eso nunca era bueno para ellos), cuando un piano le saltó encima. Le golpeó solamente la cabeza, lo que probablemente estuviera fríamente calculado, pero no lo mató. Todo el mundo a su alrededor vio cómo se moría, y quizás él tomara esto como el fin de su vida (porque tomó la cirugía como el comienzo de otra), pero físicamente no murió. Lo primero que hizo al llegar al hospital fue avisarle a Eugenia, y lo segundo, dejar sus exigencias claras. Se encargó de decirles a los médicos cuál era su única condición en la operación.
Tres días más tarde de esa charla en la cama, luego de tomarse un día para pasear con su esposa, otro para acompañar a su hijo y otro para caminar por todos los lugares que ninguno de los dos quería recorrer, Guillermo decidió que su nueva vida no podía esperar más. Resolvió entonces tomarse el tiempo que fuera necesario (sin pensar siquiera en recreos) para elegir su nuevo objetivo a seguir. Comenzó por dejar de lado a los pianos y a su historia con ellos. Ya había vivido con y de ellos por mucho tiempo, por toda una vida. Con el campo de visión un poco más claro, optó por un arte que le ocupara la cabeza y los días. Tenía tres sentidos totalmente anulados, por lo que la elección se le reducía a unas ciento cincuenta opciones. Y entonces pensó que nunca había utilizado su boca más que para comer y hablar, y le pareció una buena idea que su trofeo de guerra protagonizara la esencia de su nueva vida. Pero, ¿cómo?
Guillermo pensó. Decidió contener la respiración. Sostenía que en los momentos de quizás leve pero en fin desesperación, llegaban a él los pensamientos más lúcidos. Y desesperó un poquito.
Una clara imagen se apareció en su cabeza (porque las imágenes no necesitan ojos cuando ya son imágenes) y Guillermo soltó la respiración.
- Voy a hablar literatura.
La imagen en su cabeza fue simple y explicativa. Aparecía un Guillermito, sentado en la mesa de la cocinita de su mamá, leyéndole algunas frases para él conexas, para ella inconexas, que había estado escribiendo todo el día. La recordaba tan vívidamente como toda su última semana, ya que la memoria tampoco necesita ojos, aunque quizás se alimente de ellos.
- Eugenia, ya lo decidí.
Su esposa se le acercó intentando sacarle la imagen de la cabeza. Lográndolo.
- Me parece genial.
Guillermo pasó entonces días sucesivos a su primera epifanía visitando antros de pequeños escenarios, con su impermeable, su sombrero, sus anteojos y su bufanda. Inclusive en verano. Inclusive de noche.
Las luces de los antros no le preocupaban, todos tenían luces diferentes. Pero en lo que sí se fijaba a la hora de elegir un antro era el tamaño del escenario. Debía ser pequeño. Ningún Piano debía caber en él.
Guillermo trasnochó por horas y horas en los antros, contando sus historias favoritas, de géneros todos distintos. Y la gente lo adoraba, o eso le decían a la salida cuando se lo cruzaban. A Guillermo le molestaba un poco lo borracho que terminaba su público al final de la velada, pero lo aceptaba como condición para hacer lo que le apasionaba.
Un día narró todas sus historias favoritas. Abrió su libreta y se dio cuenta de que ya no había ninguna que no hubiera leído. Y lo último que iba hacer era repetir una, ni siquiera la primera, que la había narrado en privado y frente al espejo. Fue entonces cuando, luego de contener la respiración otra vez, se le ocurrió escribir las suyas propias. Sus historias favoritas. Total, tenía todo el tiempo del mundo.
- Necesito un escribiente.
- ¿Un qué?, le preguntó su hijo.
- Un ente que escribe.
- Está bien, dos horas por día después de almorzar, le respondió Ramiro, tan organizado como lo había sido su padre en la vida anterior. Guillermo movió la cabeza pensando en que un artista jamás le pondría horarios a su inspiración, pero aceptó.
En las primeras de esas dos horas Guillermo lanzó un par de frases para él conexas, que para su hijo sonaron totalmente inconexas. Ramiro ni las escribió, y Guillermo lo notó.
Sin embargo, en las siguientes dos horas de los siguientes días, el arte de Guillermo fluyó con más sentido por su boca. Las historias eran a tal punto fascinantes que Ramiro deseó que su padre no tuviera manos para que nunca pensara en quitarle el placer de escribirlas.
Tanto éxito consiguieron Guillermo y sus historias, que logró dejar atrás a los molestos antros borrachos para narrar delante de exquisitos magnates.
A veces se le ocurrían monstruos extraños con colas de sirena, o hermosas criaturas con muchas bocas. Pocas veces visionaba seres humanos, él ni siquiera se sentía uno.
Quizás fueran los primeros mejores tiempos de su nueva vida, o los segundos mejores tiempos de su entera vida. Guillermo y su boca compartieron una emoción y una empatía que Guillermo sólo había compartido una vez en su vida anterior.
Y justo el día en que su hijo, muy abatido, fue a decirle que ya era hora de casarse y dejar el trabajo de escribiente, coincidió con la noche en que Guillermo tocó un piano por equivocación.
Había aprendido con sorprendente rapidez a caminar sin necesidad de ayuda alguna, pero el piano se le escabulló de toda lógica. O quizás lo tuviera fríamente calculado.
Al tocarlo, Guillermo lo reconoció como piano inmediatamente. Mantuvo por cinco minutos seguidos la mano apoyada sobre el piano, como absorbiendo esa esencia que no había probado en años, desde que cayera sobre su cabeza.
- ¿Está bien?, le preguntó un exquisito magnate.
Pero sólo con su mano no bastó, por lo que necesitó acercar su boca a la dulce madera, su boca que ya era su propio centro de sensaciones, para completar la experiencia.
- Los dejo solos, susurró el magnate retirándose de la habitación.
Y la boca tocando la madera logró llevarle a la cabeza setecientas sesenta y un sensaciones que había experimentado cerca de un piano en su entera vida pasada, unificándola con la presente.
Fue ese uno de los mejores y de los peores momentos de su vida. Supo que no podía volver a alejarse de los pianos, y optó por reconstruir su vida en pos de sus viejos amigos.
Recordó entonces que ese era el mejor día para reencontrarse con un piano. Tenía una función delante de miles de personas, tenía la función más grande de sus días. Y tenía la mejor historia que su boca y su escribiente pudieran formular. El homenaje al reencuentro sería grandioso, perfecto. Guillermo se apresuró, se puso nervioso, se tranquilizó, todo en menos de dos segundos. Pero su plan secreto tuvo una racha de descubrimiento, en el que nos dimos cuenta de que el gran homenaje era una gran fachada para su gran obra maestra. Hacía unos cuatro minutos Guillermo había tenido la segunda epifanía de su vida. Las más de setecientas sensaciones que habían fluido por su mente en el momento que su boca tocó la dulce madera del piano no habían sido en su entero placenteras. Guillermo había logrado identificar entre esas setecientas sesenta y una sensación, una sola que le había causado rabia y tristeza combinadas. La había identificado como la sensación de ese instante en el que había comprendido la traición de sus viejos amigos. Y desde que la había revivido no había podido sacársela de la cabeza. Su plan fachada volvió a cerrarse, dejándonos entrever esa verdadera intención pero ahora distrayendo nuestra atención.
La sala-teatro en la que pronto estarían sentadas miles de personas era agobiante. Guillermo necesitó sentarse para poder recuperar la respiración. Ya había pedido que le llevaran el piano al escenario, y nadie entendía muy bien para qué. Los ayudantes habían subido el pesado piano por las escaleras, casi eternas. El escenario constaba de una gran altura, prácticamente mortal, que ayudaba a la sonorización de la gran sala-teatro, aunque esto él no lo percibiría del todo. El mundo entero recordaba que en sus inicios Guillermo especificaba que no quería uno de esos pianos en su escenario, y ahora ninguno podía esperar para entender qué clase de sorpresa les tenía preparada. Apoyaron el piano con delicadeza siguiendo las instrucciones de Guillermo, que a pesar del tiempo pasado recordaba todos los cuidados con sumo detalle. Guillermo se acercó para familiarizarse con su nuevo compañero. Pidió que los dejaran solos.
La sala-teatro se llenó de miles de personas, que agobiaban. Guillermo estaba sentado arriba del piano, detrás del telón, esperando que le indicaran cuándo empezar. Transpiraba como en pleno verano, y no era por su bufanda. Pero no estaba nervioso por la gente, ya que ni siquiera la vería. Cada función para él era como estar encerrado en un cuarto oscuro: como no escuchaba, ni olía, ni veía, casi no los percibía. Guillermo estaba nervioso por el piano, al que sí percibía, al que podía percibir a la distancia y con el simple hecho de pegar su lengua contra su paladar. El telón se abrió y Guillermo comenzó a narrar.
El público nunca estuvo tan atento. Esa noche estaban sentados, entre la multitud, Eugenia, Ramiro, su esposa y su pequeño hijo. Todos callados, todos perdidos en el medio de las palabras que salían de la boca de Guillermo.
- Guillermo Junior, ese es tu abuelo, se animó a susurrarle al oído Ramiro a su bebé.
La historia comenzó a llegar a su fin. La boca se dejaba llevar cada vez más por las palabras, al punto que parecía separarse con ellas de la cara de Guillermo (aunque nunca lo hubiera hecho, eso hubiera significado dejarlo totalmente solo). El piano se mantenía estático tras la espalda de Guillermo, la tensión se notaba y crecía con cada palabra. Y el pájaro-hormiga vio los rostros de sus viejos amigos, simples pájaros, e intentó leerlos con el máximo detalle con el que alcanzaba a ver. Fallando. Decidió darse la vuelta para finalmente irse, retirarse de esa ingrata bandada que tanto lo había hecho sufrir, bajando su gran cola de hormiga, culpable compartida de toda esa desdicha. Guillermo tragó saliva y percibió la actitud de su piano, decidió alejarse un poco de él, acercarse al público. Bajando el pico y la cola, combinación incomprensible que lo quitaba de toda clasificación, el pájaro-hormiga dio unos pasos por la rama aparentemente interminable que dividía ese hogar que alguna vez había sabido tener, de un nuevo comienzo ampliamente inabarcable. Guillermo continuó avanzando por el escenario, a medida que el pájaro-hormiga avanzaba por la rama, sintiendo como su piano le pisaba los talones. El público continuaba sumido en el más grande de los silencios, o quizás gritando espantosamente, no había diferencia para él. Y el pájaro-hormiga llegaba al borde de la rama, dábase vuelta para observar nuevamente los rostros de sus pianos, casi tan cerca como para olerlos sin nariz, verlos sin ojos, escucharlos sin oídos, y lo suficientemente cerca como para perder el equilibrio y quedar colgando de una de sus patas. Para luego lejos de intentar salvarse, lejos de rogar por su rescate, arrastrar consigo hacia el último escalón de la muerte a su más fiel traidor, a la bandada de pájaros, a aquellos pianos a los que les había dado la vida.
Pero en medio de la caída sus manos y su boca rozaron accidentalmente la suave madera del piano, para ser testigos de una tercera epifanía, y quizás la más mortal de todas. A partir de ese momento y por una milésima de segundo más, Guillermo vio a sus pianos de otra manera, de una manera en que quizás no los había mirado nunca, tal vez en sus inicios. Percibió que en esos rostros no había más que complicidad, lejos de traición, pura empatía, y comprendió que en ese momento ya lejano no habían querido quitarle la vida, y lejos de fallado habían logrado su objetivo, despertando a su amigo de su ya muerte, una muerte creativa, una muerte espiritual en la que yacía cegado por esa propia condición de muerte. Logrando su objetivo y consiguiendo a cambio nada menos que el rechazo jurado, la intención de no volver a ser tocados nunca más.
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