Faltaban apenas un mes y medio para que terminara el año y -como en todos los años- Sandra sentía en la lengua, en sus pechos y hasta en su vestido azul nuevo cierta amargura. Esa amargura no era nueva, y era hija de la decepción que le había procurado -como en todos los años- ese año vivido (si es que ese verbo se podía aplicar a eso que había sido tan ligero, tan fácil, tan neutro y tan poco parecido a lo que las novelas y películas vendían como vivir). Mientras ensillaba el mate imaginaba si toda vida sería como la suya. Prefirió convencerse de que no, de que no era así, para nada. Prefirió eso porque, en rigor, como toda preferencia, le convenía: la posibilidad que al menos una vida no fuera como la suya significaba también la posibilidad de que esa insipidez que la acosaba no era clausula obligatoria de la existencia, y eso, gracias al cielo, la llevó a pensar que en algún momento algo podría cambiar, porque desde ya todos sabemos que nadie está tan limitado como para vivir solo una vida.
Fede, su hijo, jugaba en el patio, con los hermanitos Juárez que vivían en la casa de al lado. No los veía pero los escuchaba desde la ventana, que permanecía cerrada para disimular el calor del verano, ya que la habitación estaba tan mal diseñada que justo el sol de las tres de la tarde le pegaba de frente. Cerrada y todo, aún se escuchaban los gritos:
-¡Gooool! ¡Goooooool!
-¿Qué gol? ¿No ves, boludo, que la pelota pasó por arriba de la campera? ¿Sos ciego vos?
-Tomatela, envidioso.
Que Fede gritara gol igual que su padre le molestaba horrores. La primera vez que lo había escuchado gritar así había sido durante su debut en el club del barrio, en el que hizo ganar al equipo con un certero pelotazo que el arquero no alcanzó ni a ver. Entonces la boca de Fede se abrió grande, demasiado grande, e hizo eso, gritó, y ella escuchó ese, hasta ese día olvidado, recordatorio de que Fede alguna vez había tenido un padre, que también gritaba gol. Por supuesto, lo dejó de llevar a la canchita. Cuando se lo contó a Marta ella le contestó que todos los hombres, en especial los argentinos, gritaban gol igual, que no se preocupara tanto. Esa respuesta no logró satisfacerla: para ella, existía alguna biología injusta que le había entregado a Fede la misma manera de gritar gol que su padre. Esa biología era injusta porque su padre no era ya su padre, había decidido no serlo más, sólo porque sí, porque lo había decidido así; por lo que Fede era solo de ella, su única progenitora, su único vínculo con lo que se pudiera llamar un “pasado”.
Este año –se dijo- había pasado igual que todos. Sola, siempre sola. Incluso sola cuando un hombre la desnudaba y la tocaba después de haberla invitado a tomar algo, mientras se tapaba la boca para que Fede no escuchara, mientras sentía unas manos anónimas –no por ignorancia de identidad, sino por indiferencia- subirle por la espalda hasta el cuello; incluso así, incluso allí, sola.
No debía engañarse más, no podía y no debía: desde que Jorge se había ido, ella se sentía sola. Y ligera, y liviana. Se sentía, en verdad, como un fantasma.
El 31 de diciembre, mientras Sandra festejaba con Fede el fin de año, que había sido como todos los otros años, olvidable, algo pasó, alguien tocó la puerta. Puedo imaginar la esperanza que habrá sentido, tan sincera y tan inútil, al levantarse para abrir la puerta.
Lo que ella esperaba, ese deseo que pareció revivir con el ruido del golpe en la puerta, le pareció muy tonto y muy ingenuo cuando vio entrar a Marta y a Carmen con un pan dulce y unos turrones.
Pensó, seguramente, que era otro año más. Y cortó los turrones, y los puso junto a las garrapiñadas, los dejó en la mesa y los comió con desdén.
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