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Inicio / Cuenteros Locales / gui / Cuento a diez dedos y una cabeza en discusión (Parte 3 y final)

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Pasaron las horas. Perry supo que el hombre, recostado a su lado, dormía profundamente. Intentó entonces ponerse de pie y lo logró a duras penas, pese a no haber sido atadas sus piernas. Caminó con torpeza hasta enfrentar el pasillo. La puerta estaba al fondo. Acallando sus pasos llegó hasta allá y se percató que estaba cerrada con llave. Sofocó un grito de espanto.

El conserje la divisó a lo lejos y corrió a socorrerla, Como Perry vivía en un quinto piso, era imposible que saliera por alguna ventana, buscó con desesperación en todas partes hasta dar con el manojo de llaves. Poco antes, se había liberado de sus ataduras y abriendo la puerta con sigilo, salió fuera y corrió hacia el ascensor.

-¡Señora Perry! ¿Qué sucede?
-¡Llame a la policía por favor! ¡Hay un loco en mi departamento!- exclamó la asustada mujer, intentando refugiarse en la salita del cuidador. El hombre no alcanzó a digitar el número, ya que un brazo poderoso se cernió sobre su cuello hasta hacerlo perder el sentido. Era Alex, que percatándose de la fuga de la mujer, corrió por las escaleras hasta dar con ella.
-¡Perra maldita! ¡Pagarás caro tu osadía!
-¡Por Dios, querido! ¿Qué te sucede?
-¡Nada me sucede! Sólo debo terminar esto como en los demás casos.

Perry lanzó un grito de espanto, una décima de segundo antes de que una manaza crispada la acallara del todo.
Los ojos de Alex parecían haber perdido su coordinación y ahora brillaban en la noche como dos ascuas malignas.
-Debes descansar. Como las otras. Todas las mujeres deben dormir alguna vez.
La tomó de un brazo y la subió con brusquedad a su auto, amordazándola una vez más y cubriéndole los ojos con un trapo sucio. Luego, se colocó al volante y partieron con rumbo desconocido, con la mujer atada de pies y manos.

Cuando Perry despertó, se encontró en un lugar putrefacto. El individuo la había arrojado al piso, cerrando luego con llave. La mujer permaneció allí sin fuerzas y tratando de adivinar lo que le esperaba. Al parecer, se trataba de una estancia alejada de la ciudad, pero le era imposible por ahora tratar de deducir su ubicación.

Más tarde, ya más alentada, trató de desembarazarse de sus ataduras y después de mucho bregar, logró liberar una de sus manos y luego la otra. Buscó a tientas en la oscuridad y al toparse con un objeto, lanzó un alarido. ¿Qué era eso? ¡No, por Dios! Se arrastró por el piso, mientras el pánico se hacía cuerpo en su frágil figura. Con gran dificultad, liberó sus piernas y trató de colocarse en pie, pero no lograba encontrar algún asidero. ¿En dónde estaba?
Al fin, dio con algo que parecía un azadón y asiéndose en él, logró levantarse. Buscó a tientas por un lugar que parecía demasiado grande hasta que al fin dio con algo que parecía una lámpara. ¡Oh buenaventura! Una caja de fósforos cascabeleó en sus manos. Encendió un cerillo y apenas el recinto se iluminó, se percató de lo más espantoso que hubiese visto alguna vez en su vida.
Aproximadamente, una docena de cadáveres yacía en esa enorme habitación. Cada uno en distintos estados de aniquilamiento. Incluso, en una esquina había dos osamentas. La escena era dantesca y cualquiera hubiese enloquecido ante este espectáculo. Pero la maestra sabía muy bien que si no elaboraba con rapidez un plan de fuga, pronto sería un cadáver más. Por lo que, sofocando un miedo visceral, se abocó a la tarea de huir de aquel lugar.

Provista del azadón, se lanzó a la tarea de abrir el rústico portón y tras grandes esfuerzos, consiguió abrir un forado por el que logró salir. No alcanzó a avanzar un par de pasos en esa negrura pegajosa cuando tuvo la inequívoca sensación de que alguien corría hacia ella. Rota esa sensible cuerda de la cual se suspendía una precaria cordura, lanzó un grito destemplado y dando manotazos en medio de la oscuridad, trató de poner distancia entre ella y la persona que la perseguía. Entonces escuchó:
-¡Perry! ¡Perry! Y su alma le regresó al cuerpo al reconocer la voz de Fanny. Corrió a abrazarla justo cuando se encendieron varias luminarias. La mujer, ya sin saber a qué atinar, abrió desmesuradamente sus ojos y le preguntó a su ex alumna que era lo estaba sucediendo.

-Y Fanny, riendo a grandes carcajadas, le mostró hacia un punto, en donde titilaba la luz roja de una cámara de TV.
-¿Qué es esto?- preguntó desesperada la mujer.
-¡Ja ja ja! Señorita Perry, usted ha protagonista de un largo reality show de suspenso. Detrás de lo que realmente era un enorme escenario, comenzaron a aparecer camarógrafos, libretistas y productores de este programa televisivo. Todos acudieron a saludarla y felicitarla, pero ella, aún en estado de shock, se negó a todo. Entre todos los personajes, apareció Alex, rubio y de ojos azules.

-¿Por qué me hiciste esto? – le recriminó la profesora.
-Descuide, ganaremos mucho dinero cuando exhibamos este magnífico programa.
-¡Maldito farsante!- lo increpó la mujer, tomándose el rostro con sus dos manos y poniéndose a llorar con desconsuelo.

Después supo Perry que nunca hubo cadáveres en esa lóbrega habitación, sino simplemente muñecos de goma y esqueletos de plástico. La fetidez se desprendía de un saco repleto de sobras de pollo. Se enteró que todo había sido planificado al pie de la letra y que sus encuentros con Fanny eran el producto de un riguroso libreto.

Humillada, herida en lo más profundo de su ser, se encerró en su departamento y no quiso saber de nadie. Ni siquiera cuando le enviaron el jugoso cheque por su participación en el reality.

Lo que nunca logró olvidar fueron las pauteadas locuras de Alex, que en realidad era Alan y mantenía un fogoso idilio con Fanny, ya que en cuanto recibieran el millonario pago por su participación en este programa, se casarían y partirían a alguna isla polinésica.

Perry pensó en demandar a todos los responsables, pero cayó en el desánimo. Primero, debería curar su corazón, tan cruelmente herido y pese a todo, tan infatigablemente enamorado.

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-Clap, clap, clap, clap- aplaudí con ironía a estos dedos míos, tan contestatarios y con risibles intenciones literarias.
-Te mueres de envidia-comentó con voz satisfecha el dedo meñique izquierdo.
-Terminemos con esta historia retorcida. Ahora tengo que hacer-dije, hastiado.
-Tenemos que hacer, querrás decir- corrigió el siempre compuesto anular derecho.

Apagué el computador y partí a prepararme un par de huevos. Con las manos enguantadas, por supuesto…
























FIN, SI MIS DEDOS NO DICEN LO CONTRARIO.







Texto agregado el 08-11-2013, y leído por 50 visitantes. (1 voto)


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