Una constante dualidad, en determinado momento, comienza a presentarse dentro de los cerebros de los jóvenes que aspiran a construirse como artistas. (Confieso que casi caigo en la tentación, en el reflejo, en el tic, de decir “construirse una carrera artística”; gracias doy que recordé que el arte es muchas cosas pero nunca una carrera, o como diría Borges, un certamen).
Esa dualidad, cuando se presenta, marca un punto de inflexión, es decir, una cicatriz en el tiempo, en la consciencia. Luego de esa dualidad, que parece irreconciliable, el joven debe elegir. Son muchos los momentos de la vida en la que una persona debe elegir, pero pocos en los que esas decisiones realmente componen alguna diferencia y llevan a una desviación o nos inducen a algún determinado camino.
La dualidad, la cual conjeturo que, tal como se me presentó a mí, se presenta también a cada una de las almas que desean sumergirse en las ambiguas y confundibles aguas del arte (que pocas veces las encontramos como un océano, siendo que es más común que las encontremos como charquitos de esquina cualquiera) es la siguiente: la dualidad talento-esfuerzo.
¿La consagración de un artista, entendida como el roce de la perfección que goza su obra, se consigue a fuerza de trabajo, de esfuerzo, de sangre, o es más bien fruto de una fuerza inexplicable, a veces injusta, a la que solemos llamar talento? Quizás, me dirán, sea una conjunción de ambas; yo refuto esa inocente y naif sentencia con esta: siempre, en la conjunción de dos fuerzas, una prevalece sobre la otra, y es la que compone la cara, la esencia de la cosa, mientras que la otra fuerza, totalmente servil, se sacrifica para el triunfo de la predominante.
Caigo, como por instinto, en la tentación de pensar que el talento es esa fuerza predominante, que crea genios, y que el esfuerzo es la fuerza que se pone a su servicio. La pregunta que surge, al menos en mí, luego de esta hipótesis es la siguiente: ¿Qué es el talento?
Me niego a creer, como muchos otros, que el talento tenga su raíz en el esfuerzo. Más bien me parece que su raíz, de la cual el talento se nutre a ciegas, es la suerte. Será por eso que -como toda forma de la suerte- el talento es una de las caras de la injusticia. (No olvidemos que la palabra “talento” proviene del griego “tálanton”, que era el plato de la balanza que se usaba para medir las mercancías por medio de su peso).
El talento, esa gracia otorgada por la suerte, es la conjunción de aptitudes y de facilidades que aligeran (casi siempre de manera inconsciente) los ejercicios que deben realizarse para consagrar una actividad. Ese misterio, tan injusto como el de la belleza, pero menos subjetivo, debe provenir de una biología que siquiera puedo sospechar. ¿Si no fuese así, si mi argumento fuera incorrecto, por qué no, a fuerza de trabajo y constancia, han existido más Mozarts, Shakespeares, Da Vincis, Picassos, Goethes, Aristóteles y Vivaldis? Siendo que tantas personas son las que dedican su tiempo, y hasta su vida, en los caminos de la música, las letras, la pintura y la filosofía?
Perdón pido si es que mi argumento peca de Darwiniano, pero yo no concibo otra respuesta que la siguiente: en lo que respecta al arte, como a la mayoría de las otras actividades, lo que cuenta, lo que determina, es el grado de talento, que es decir, también, el grado de la suerte que uno tenga. Eso hace menos nobles a los genios, a los que podremos llamar desde ahora, como los hubiera llamado Almafuerte, nada más que personas que les tocó la suerte, “como a cualquier tahúr afortunado”.
Aclaro que lo que escribí acá lo escribí con la carta sin talento que me tocó en la mano. Que no tengamos talento, amigo, no significa que no podamos, con algo de esfuerzo y de trabajo diario, crear algo que no sea del todo despreciable.
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